2 de abril de 2012

El día que ella rompió conmigo


(Stock.Xchng)


Nos levantamos la misma mañana en la misma cama, al mismo tiempo, pero en otra casa. Ambos, ella y yo, los dos. Los dos pensamos en lo mismo, justo en lo mismo. Pusimos la radio pública de fondo en la cocina y nos emborrachamos con un desayuno de magdalenas empapadas en whisky irlandés. Nos habíamos propuesto hacer todos los sábados algo que jamás haríamos y esto de las magdalenas borrachas dejó de estar en la lista. Entre los dos ingredientes de este suculento desayuno nos gastamos 57 euros y pico, dinero bien invertido pues a la mitad de la botella, o con la primera bolsa, ya nos reíamos como auténticos chimpancés, nuestras palabras tenían un nosequé acuoso que se derramaba por los labios, y el sonido que salía de nuestras bocas pesaba tanto que la fuerza de gravedad lo estampaba contra el suelo apenas brotar. Un desayuno así es como miel para osos, nos pusimos tontos de momento. Intentamos bailar al ritmo de la sintonía del programa en emisión, que nos debió parecer maravillosa; no creo que fuera una música idónea para bailar pero ella se movía, o así lo viví, con la gracia de Paloma Herrera y yo, yo no sé, quizás algo así como un Leonardo Dantés venido a menos. Después de lo del baile ya no me acuerdo de casi nada, lo demás lo sé porque ella, esta era otra, y la policía me lo han contado.

Todo empezó a torcerse, supongo, cuando decidimos coger el coche para subir a lo alto del monte San Cristobal, queríamos gritar con una A múltiple desde lo más alto de la ciudad. No recuerdo de qué manera llegamos hasta la cima con aquel pequeño Volkswagen Polo de color azul. Allá arriba, luego a la noche, habría fuegos artificiales y besos de carne en estanques de agua templada, miradas sostenidas y cuellos frágiles para morder, algún perro jugando por allí y, quizá, nieve. Corría el mes de Julio. Pero en ese momento, a la mañana, lo único que se dejaba notar era el silencio tenso que precede a un grito doble.

Gritamos, ambos, ella y yo, los dos. Y mientras el grito se convertía en un proyectil apretábamos los párpados y las mejillas para enfatizarlo, casi era posible verlo flotar por el viento, así, con los ojos cerrados. Durante todo el tiempo en que llenamos la atmósfera de miles de cientos de aes nuestras manos permanecieron entrelazadas. Esas manos unidas eran nuestro personal estrecho de Gibraltar, parecíamos mares desahogándose.
Algunas vocales chocaron frontalmente contra la Torre Basoko, que se giró confundida con sus mil ojos como ventanas, no dijo nada pero se nos quedó mirando. Nos acabábamos de desgritar y eso, eso era destruir estrellas o reventar globos de agua donde la energía liberada quedaba sin dueño. Y no tenía dueño porque sólo se puede poseer aquello que está condensado, por eso antes de este momento ambos teníamos un grito y ahora, ahora ya no. Nos besamos, ella y yo, claro, y nos dejamos caer sobre la tierra para observar el cielo. Aún estábamos muy borrachos pero, y de esto sí que tengo un buen recuerdo, nos dejamos caer desde el cielo.

Según el informe policial, para el testigo J. H. C. las carreteras de montaña están siempre ebrias y son peligrosas como serpientes. Dice que nos vio bajar por la que une el Fuerte de San Cristobal con Artica a bordo de un Volkswagen Polo pero que el vehículo parecía conducirse a sí mismo puesto que ambos nos íbamos mirando y riendo sin prestar atención a la carretera. Debíamos de ser nosotros, la descripción que hace J. H. C. es un vivo retrato de los dos, de ella y de mí, de ambos. Y por si acaso se nos ocurría tumbar su declaración argumentando que muchas parejas podían acogerse a tales características, la numeración de la matrícula volvía mudas todas nuestras intenciones. Sé que era la matrícula correcta, no porque me la supiera de memoria sino porque sus cuatro números sumaban 24.
Otros testigos dijeron vernos por la ronda. Según estos, que iban todos dentro de sus coches, un hombre se encontraba escribiendo relatos en la línea blanca que delimita el arcén de la autovía, mientras que una chica escribía versos de amor en la línea discontinua, un verso por cada línea. ¡Qué sé yo! No recuerdo nada de lo escrito. Lo que sí recuerdo es hacerlo muy lento, pensé que si la gente que iba dentro de sus coches a toda velocidad podía leer algo esto serían palabras lentas, horneadas a la manera del pan rústico. Mi relato de arcenes y fantasías terminó en la rotonda del Decathlon, también referenciada como la glorieta de Berriozar, los poemas de ella acabaron en el mismo lugar. Fue entonces cuando nos detuvo la policía, según parece hacíamos el amor en la rotonda y provocamos algunos accidentes. ¿Provocar? Yo creo que si cada quién hubiese estado a lo suyo, nada hubiera ocurrido. Pero difuminemos responsabilidades y aceptemos que la gente que tenía que estar conduciendo no es responsable de sus acciones cuando una pareja está haciendo el amor. Por lo que a mí respecta, yo sí estaba a lo mío y no a lo de los demás. Ella también, estoy seguro, eso es algo que se siente, es como si llueve y notas la lluvia en la cara. Hicimos el amor con amor, centrados en el pequeño universo de ambos, el de los dos. El mundo que giraba a nuestro alrededor lo hacía en una rotonda. 


Llegaron.

Se acercaron hasta nosotros un par de siluetas recortadas en la tiniebla clara del sol, era una pareja de policía con sus respectivas esposas de la mano, todo muy familiar. Menudo trabajo tienen que realizar en ocasiones nuestros agentes del orden y la ley. Me pareció escuchar a uno de ellos carraspear, pensé que lo mismo tenía un grito dentro que no sabía cómo soltar, antes de decir un ”disculpen” muy educado cargadito de captadores de atención y alevosía. La policía siempre usando armas. “Disculpen” era un proyectil destinado a matar el amor hecho acción. Paramos, eso sí, nos seguíamos queriendo. Les prestamos atención aunque yo personalmente no les disculpé, seguirían siendo culpables siempre siempre de los jamases. Nos presentaron a sus esposas, creo que con cierta tristeza, y luego con educación nos llevaron hasta su coche resplandeciente, su coche de feria. No sé todo lo que nos dijeron en el trayecto hasta comisaría ni me pareció importante. La única diferencia entre ellos y nosotros era un traje, sus ideas y razonamientos me parecían absurdos pero de sus bocas nacían palabras hechas para tener dentro peso de verdad, así les aplastaran los pies. Yo estaba muy enamorado o quizá muy borracho pero solo tenía ojos para ella. Creo que los agentes nos detuvieron porque no sabían nada de amor, porque se pensaban gente realista e inteligente, por eso nos detuvieron en el centro de aquella rotonda invadiendo también el centro de nuestro mundo. No les disculparé nunca. Mientras ellos hablaban, ella me miró, sus ojos eran constelaciones y yo un astronauta privilegiado, sus labios húmedos como babosas esbozaron un te quiero, y yo sonreí.

No logro entender cómo consiguió sacar una de sus manos de las esposas, pero lo hizo. Todo sucedió en un clic de ratón. Ella, sin apartar su sonrisa de mis ojos alargó la mano hasta la parte delantera del coche policial -debería haber estado protegido con metacrilato o algún rollo de esos pero no, era un coche viejo o de ronda, no entiendo nada de coches de policía-, agarró la pistola del municipal que iba conduciendo y con mucha destreza quitó el seguro, me seguía sonriendo, y se voló la tapa de los sesos.

2 comentarios:

  1. Ojú. La primera parte la pondré en mi lista de cosas que quiero hacer, jajajaja. ¡Eres genial! Lo sabes ¿verdad?. Muuuask

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  2. Ten mucho cuidado con las magdalenas, que antes de que te des cuenta se han chupao to el güisqui...

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