13 de agosto de 2013

¡Jehoví, Jehová!



Photo credit: Zé Pinho / Foter / CC BY-NC-SA


La semana pasada decidió cambiar la puerta de entrada del piso por una de seguridad con triple cierre. En estos últimos meses se veía muy atenta a las señales que le enviaba el universo y aquel montón de cuartillas publicitarias de una empresa de cerrajería en el buzón no podían significar otra cosa: Debía cambiar la puerta. No era la única de las señales de las que se había percatado, estaba aquella equis marcada junto al botón de su portero automático y las asiduas visitas de los Testigos de Jehová, que según sus paranoias, como decía su amiga Azucena: ¡Que estás paranoica!, son comandos de avanzadilla enviados por los asaltantes. Y son por lo tanto los que con dos o tres visitas, y la misma cantidad de negativas a su predicación por lo general, elaboran el perfil de la víctima, marcan el portero y evalúan la seguridad de acceso al edificio y a la vivienda. Laura había cometido el tremendo error de recibirles en la misma entrada un aburrido sábado que parecía no terminar nunca. Al abrir la puerta un hombre de unos cincuenta, robusto y calvo, con camisa blanca de rayas color Bic azul junto a una mujer algo mayor que él, con gafas demasiado actualizadas para su edad y una rebequita de punto beige le sonreían de manera tan cordial y calurosa que bajó la guardia y abrió de par en par. Y sin saber cómo, de pronto, estaban los tres moviendo la cucharilla de unos cafés en el salón. Hablaron de la palabra de Dios e intentaron solventar dudas tipo párvulos solo resueltas por mediación de la fe, hubo momentos de tensión y de risas. El hombre, que decía llamarse Ernesto Arilla, fue al baño y media hora más tarde lo hizo Soledad Funes. Ambos, Ernesto y Soledad, se deshicieron en halagos por la atención y el tiempo compartido y dieron por hecho su próxima visita. Fue el sábado siguiente a la misma hora, esta vez Laura les dijo que no podía atenderlos hoy, que tenía prisa y que otro día sería. El siguiente sábado simuló no estar en casa. Después no volvieron más pero el portero apareció marcado con una equis.

La puerta de seguridad pese a estar en oferta le ha costado un potosí. Hoy es el día, Laura espera y suena el portero, abre, escucha el ascensor en su rellano y llegan los carpinteros. Creo que ya nos conocemos… Pero hoy soy como San Pedro, le dice Ernesto Arilla mientras sonríe cordialmente.

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