18 de septiembre de 2011

A las puertas de Járiga




El solitario camino que recorriera Ventura fue descargándose en nimbos que llovieran gentes, carretas, animales de tiro y ruidos encontrados. Cabizbajo y lleno de tedio como el primer día, avanzó mirándose los raídos zapatos de pita y ese extraño material gomoso traído de Entremundos por enlazadores y viajeros eventuales. No quiso alzar la cabeza ni siquiera para contemplar las murallas que fortificaban la ciudad. Ciudad que figuraba la esperanza de muerte al tedio que ya formaba parte de su autorretrato.

⎯¡Vendo lo que tu cuerpo necesita! ⎯Dijo una mujer con voz de sinuosidad serpentina. La relevó una voz masculina: ⎯¿Tiene sed el caballero? Llevo en mi bota algo mejor que el agua...

Las voces se sucedían entre suplicas, ofrecimientos y ofertas apetitosas, pero Ventura hacía caso omiso de los significados de las frases melosas y solo caminaba hacia adelante como un borrico decidido. Algo le golpeó en el pie y cayó al suelo como un árbol en mitad del bosque. Nadie quiso darse cuenta de que un hombre yacía sobre el firme en llanto dolorido, nadie quiso acercarse hasta él para prestarle ayuda, y Ventura pensó que realmente, entre tanta gente, el único ser que existía debía de parecerse mucho a dios: Crees notar su existencia pero te ignora todo el tiempo.
Ventura sabía de los dioses por los cuentos que llegaban de Entremundos y de la historia antigua de Járiga, eran historias atractivas que cambiaban con los ciclos humanos. En Járiga ya hacía tiempo que se habían rendido a la evidencia de que los dioses eran verdades absolutas cíclicas, que podían durar en el imaginario de las gentes dos o tres mil años y que luego cambiaban. Lo único que perduraba como verdad de todas las religiones transidas era la fe, la necesidad de la fe como bastón universal del ser, la fe como unidad de los mundos. Y Ventura tenía fe. Fe, tedio y dolor en distinto porcentaje dentro de si.

Algo le había golpeado el pie derecho con la fuerza de una bestia imaginaria. Los veloces soldados de la escuadra del dolor avanzaron con vivos gritos de guerra hacia el cuartel de contra-información arrasándolo todo, y Ventura emitió un ahogado alarido que despegó desde el suelo hacia el cielo con la velocidad de una rapaz en picado. Mucho tiempo pareció pasar hasta que el dolor cesó lo necesario para que se levantara de la tarima de polvo rojo con los ojos encebollados y el gesto tan arrugado como la palma de la mano en un puño cerrado, caminó cojeando, como pudo, hasta un improvisado asiento en una roca orillada en el camino y allí se quedó contemplando el fluir de las gentes mientras se preguntaba qué demonios le había golpeado.





7 de septiembre de 2011

Noche y día




Fue por el Oeste donde el beso carmesí del Sol ruborizó el horizonte, el coqueto firmamento mudó su traje de agua por la elegancia de los astros, la noche llegó tibia y el viento no transportaba humedad en sus tinajas invisibles. Ventura sacó de su zurrón la navaja y el ovillo de guita y lo llenó con hierbas tiernas que arrancó a mano de los bordes del camino, se tumbó en una plana extensión encabellada de vetiver y usó la alforja como almohadón de sueños. En contacto con la tierra que horas atrás le hubo mostrado sus temores se quedó mirando a los ojos cerrados del día. Apretó entre sus manos arena suelta y así le preguntó a las estrellas:

⎯¿...?


Ellas le respondieron de igual manera. Ventura se durmió entre los pachulis verdes, sobre sus largas raíces escondidas, bajo el negro océano de puntos suspensivos, al abrigo tibio de la noche y su silente beso.

Fue por el Este por donde abrió los ojos Ventura, el horizonte se había dado la vuelta mientras dormía. Se desperezó como una civeta, vació su zurrón y anduvo de nuevo por el Camino Real. Tras dos hora y media de camino, aunque el tiempo ya no podía ser medido, la senda que transitaba se volvió roja de ocasos y rubores. Y ante sus ojos, estática de lejanía, se dejó ver la ciudad.

El tedio es un bochorno en el espíritu que va dejando lacio el ánimo, pensó. Recordó la taberna de La Curia en una nebulosa blanquecina y el camino andado como si no lo hubiera recorrido él mismo. No sabe cómo, pero el árbol quieto y deshojado se había vestido en su memoria con las plumas del ave que cruzó el celeste, agitaba sus ramas emplumadas y en su vaivén hacía temblar a la tierra; y en su memoria también, los silencios eran vainas abombadas por semillas de paz y quietud. Ventura miró a lo lejos sin ver, hallando en las curvas oleicas del viento el bravo rumor de una gran ciudad que despertó quizá mucho antes que él.