27 de agosto de 2011

Del estruendo que todo lo mueve




Después de varias horas de camino un estruendo repentino quebró el plácido mundo, todito envuelto de tedio, sobre el que se desplazaba Ventura. No parecía un trueno, pero su sonido se propagaba alrededor de los vientos y los vacíos como tal: inmenso y omnipresente. La tierra comenzó a tiritar como un hombre mojado y desnudo en las tierras heladas. Y tanto se asustó Ventura, que buscó cobijo en el mismo centro del camino, como si ese lugar, y no otro, estuviera cubierto por un manto protector que lo salvaría de quién sabe qué. Allí permaneció, echado en el suelo como fruta madura durante al menos un tiempo no medido. Incluso después de que se detuviese la espasmódica danza de la tierra, y la rugosidad que traen consigo los terremotos dejara despeinados los llanos de la cuenca del Río Graal, permaneció echado en el suelo, moviendo el polvillo del camino con su respiración agitada. Era la primera vez que experimentaba un temblor de tierra y los gusanos de la superstición entraron por sus orejas y por su boca confundiendo su cerebro con una manzana apetitosa.
“Los vientos han traído consigo los ecos de los dioses muertos, quieren atemorizarme por romper con mis obligaciones de tabernero, por quebrar el curso de mis tareas...” Así empezaron a aparecer oscuros pensamientos en su cabeza, relevándose los unos a los otros entre el temor, la inseguridad y quizá el dolor. Y entre tantos pensamientos oscuros, solo una determinación: Llegar a la ciudad de Járiga.


Así que Ventura se levantó cual chaparrón estival dejando atrás cualquier indicio de temblor posible. Pensó: “Si tiembla la tierra que es grande y fuerte, si tiembla la tierra que estuvo aquí en el mundo mucho antes que yo, si tiembla ella... Si solo por un abismal azar su grotesco tiritar no tiene nada que ver con los vengativos dioses, los buenos dioses, y tiembla por el mismo tedio lento que a mí me vuelve, como a ella, madre de cosechas en mi quietud... Si solo por una remota posibilidad tiembla por eso... Yo llegaré a Járiga”.

Y Ventura siguió caminando.





13 de agosto de 2011

Del árbol quieto y deshojado




Apenas si caminó doscientos doce metros cuando se topó con un árbol esquelético al que se le notaban incluso las raíces. Ventura lo miró de arriba a abajo con los lentos ojos que amasan el secreto de una piel ajena, y seducido por los amplios pliegues que cincelaban su corteza pensó en lo quieto y en lo viejo, en el ser y el estar de aquel ceniciento enjambre, que más se asemejaba a los rayos de mil tormentas, invertidos e inmortalizados en piedra, que a ramas deshojadas. El silencio quedó prendido de los tallos desnudos sustituyendo a las hojas ausentes, mientras Ventura observaba en la copa del árbol una queda danza, mecida por el compás amalgamado de un viento travieso y suave. El sol vertía miel sobre los campos de gramíneas, tímidamente quebrados por angostos caminos de mieses aplastadas, quizá por el paso de labradores o quizá de chiquillos, cuando una gran ave de alas desplegadas hizo parpadear la luz con su sombra. Ventura salió de la hipnótica danza elevando un poco más su mirada, vio al ave atravesar el celeste hasta perderse en picado tras los oteros del norte. Y fue entonces cuando le preguntó algo a aquel árbol viejo, algo sobre el tedio y el otoño que se vislumbraba en su copa, algo sobre la quietud de su tronco y la huida ciega de sus raíces hacia el exterior de la tierra. Pero el árbol deshojado guardó silencio, y Ventura siguió caminando.

El camino real que conduce hasta la enigmática ciudad de Járiga estaba flanqueado por áureas tierras de cultivo que se atrevían a recortar en flecos las faldas de los Montes Cautivos. Ni una sola nube dejaba mácula de sombra sobre los suelos sembrados y ni una sola nube había en el cielo, porque sobre el cielo solo existía cielo y nada más que cielo y sol. Salió entonces desde el borde del camino una voz de modulación cansada que cantaba una canción sin letra, y Ventura contempló a una mujer que araba con sudor de hembra poderosa un trozo de tierra yerma. En nada quería pensar y en nada pensaba, toda su pretensión era dejar un hueco en cada instante para que el tedio lo rebosara con su espuma seca, sin embargo se acercó hasta la mujer.

-¿Cómo te llamas? -Preguntó.
-Mi nombre es Árida Márquez y soy sembradora de silencios.
-¿Y cuándo es el tiempo de cosecha de tus silencios, Árida?
-Cada día. Hoy mismo he recolectado varios tan hermosos como niños redondos que sonríen lunas entre la carne roja de sus labios.
-Pues nada veo crecer en esos surcos de siembra con los que andas peinando la tierra- dijo Ventura con tristeza y compasión. -Será que tus silencios crecen con hastío o que sus raíces son de aire o que siembras en un trozo de tierra yerma, pero nada veo crecer ahí; solo profundas heridas en la tierra. ¿Querrías enseñarme esos frutos de los que hablas?
-Sigue caminando desconocido, llevas tanto tedio sobre ti que no eres capaz de contemplar con regocijo ni siquiera una flor, ¿cómo podrías ser capaz de apreciar el embriagador aroma de mis silencios?

Y Árida Márquez guardó un silencio sobre el que Ventura siguió caminando.





3 de agosto de 2011

El Tedio Atmosférico



Ventura empezó a enloquecer cuando al abrir el grifo el trapo se empapó con un amplio chorro de tedio, dibujó con él elipses irregulares de un brillo efímero sobre la barra de roble con desgana y miró a la clientela con ojos de murciélago. Uno de los clientes intentaba llamar su atención golpeando la madera con una moneda de manera distraída pero insistente. En un día normal, ese repiqueteo alteraba su calmada compostura casi hasta la exasperación, lo llamaba el mantra del los mil diablos, pero hoy ese sonido se había vuelto invisible, lejano e imperceptible como el quebrar de una semilla.


La cerveza de luna tiene un color grisáceo, un sabor delicado y espuma espesa y abundante. Es la bebida más consumida en Járiga y nunca llega a emborrachar, todo lo contrario: despeja las noches mentales y propicia oníricas conversaciones entre las gentes. Apesadumbrado, cual planta marchita, Ventura se dirigió hasta el lugar donde el cliente martilleaba. No le preguntó qué iba a tomar, ya lo sabía, le sirvió una cerveza de luna y dejó sin voz a la moneda dentro de la caja con suave alivio. Pero el tedio colonizaba incluso ese alivio, se propagaba por todo el recinto de la taberna de La Curia como si la misma atmósfera estuviese fabricada con ese elemento: la música sonaba como fino polvo sobre los estantes, las conversaciones se vestían con trajes de sombra sorda en sus oídos, las carcajadas se caían al suelo nada más nacer cubriéndose de petróleo y betún, y las tareas diarias eran una respiración inconsciente que apenas necesitaba atención. “Tedio”, se atrevió a pensar Ventura, sin darle mucho valor al eco impúdico que holgazaneaba como una bestia destructora en el espíritu de esa palabra. Y siguió enloqueciendo con la lentitud de una tortuga coja atravesando el desierto.


Los días se sucedían a si mismos envasados al vacío, tan estancos y perpetuos, tan faltos de detalle que se podía decir de ellos que eran planos e infinitos. Cuando la jornada llegó a su fin, Ventura recogió, limpió y organizó el quieto vendaval que asiduamente asolaba el orden de la taberna. Comenzó limpiando las mesas, luego puso las sillas sobre ellas, barrió el suelo, lo fregó hasta que un brillo mate llegó a cubrirlo por completo y ordenó las botellas en sus correspondientes estantes. Se sentía cansado como nunca. Se dirigió hasta una de las mesas más pequeñas, bajó una de las sillas y se sentó en ella apoyando los codos sobre la mesita y la barbilla sobre las manos entrelazadas. Y se durmió.


A la mañana siguiente los habitantes de Járiga se toparon con una testaruda puerta empeñada en no permitir el paso, la empujaron, la golpearon, la manosearon e incluso le dieron patadas, pero ella se negó a doblegarse y se mantuvo firme en su posición. Dentro de la taberna, la única silla que posaba sus cuatro patas en el suelo era testigo de los forcejeos de los clientes ⎯las demás sillas aún dormían acostadas sobre las mesas ⎯, y sobre ella ya no había nadie. Ventura salió de la taberna mucho antes del amanecer con la intención de amordazar y asesinar su tedio. Se había llevado consigo una navaja con mango de hueso adornado con minúsculas incrustaciones de piedras de color, y un ovillo de guita en un pequeño zurrón; nada más que eso.


El sol, tímido como siempre, envío su avanzadilla tras los Montes Cautivos para que fuera degradando el horizonte hacia los tonos celestes con los que le gusta entrar en el mundo. A Ventura le parecía curioso que una bola de fuego tan inmensa se presentara en la mañana sobre una alfombra de tonos fríos, pero no prestaba mucha atención a sus pensamientos y rápidamente se olvidó de ellos. El tedio no cesaba ni siquiera ante las nuevas sensaciones. Tomó el camino que conduce a Plaza Grande e intuyó la silueta de Gabriela, la suave mujer de piedra. Y diez minutos más tarde había salido del pueblo de Henoc sin toparse con una sola alma en el trayecto. Era la primera vez que se enfrentaba al Camino Real, camino que conducía hacia la gran ciudad de Járiga.