27 de noviembre de 2010

La erótica de las palabras
Los bosques de Phéser (II)




Los bosques de Phéser son puro erotismo. La atmósfera posee la cálida humedad del sexo, las hojas de los árboles caen como caricias sobre la piel de la tierra erizada en verde vivo, los lagos murmuran su dulce balada invitando a entrar de lleno en su profundo cuerpo de agua y los alcornoques laten en su tronco la previa eyaculación de sus resinas. 

Cantos de sirena.

Bohemundo está demasiado borracho para apreciar esta belleza primitiva. Yo demasiado preocupado para masturbar mis sentidos con tan bucólico erotismo pero eso hago. Con un compañero que anda zurciendo el aire con tal desatino no me queda otra que esperar, esperar a que Bochán se despeje un poco, esperar a que Bohemundo sea capaz, por lo menos, de entender mis palabras.

Tejí.

Tejí un manto mullido para acurrucar a Bochán en el sueño que repara. Hile un colchón de tonos tierra y sábanas celestes para que descansara tranquilo. 
Su respiración devino en bestia menor. Roncaba como un trueno en una tarde de tormenta pero eso era bueno, quizá si la lluvia descargaba Bohemundo florecería.

Tres horas estuvo durmiendo. En ese intervalo estuve tirando piedras al lago, piedras duras para que la escena no perdiera su erótica, piedras pardas como rinocerontes en ataque. Acaricié la hierba fresca, dejé a mis pensamientos dormidos en los árboles y a mis ojos colgados en la profundidad de lo no concreto mientras recordaba mi primera clase con Bohemundo.

<< No me preguntó por mi nombre, tampoco saludó, ni siquiera mostró una leve sonrisa. Yo contaba entonces con siete años y tan frío recibimiento me hizo tiritar. Con una voz dura e incisiva, como un cincel, y sin darme tiempo a encontrar mi sitio en el encuentro, me propuso que por cada palabra que él dijera yo debería contestarle con otras tres que la enlazaran.

-¡Pestañeo!- Dijo como quien lanza una piedra. La expresión de mi cara le debió parecer divertida, era como un signo de exclamación dentro de una pregunta, y sus ojos brillaron de satisfacción.

-Instante, párpado, brevedad.- respondí.
-¡Puedes hacerlo mejor, pequeño!- Añadió con condescendencia.

Luego me dijo una palabra más y después otra, y otra. Respondí lo mejor que pude a cada una. Durante un año ese fue todo mi entrenamiento. Cada día me decía veinte palabras y yo debía enlazarlas. Había palabras que no sabía ni que existían y decía lo primero que se me ocurría.

-¡Modillón!
-Refuerzo, adorno...- Me quedé en blanco. Sólo debía enlazar otra más. -Ca... >>

Bohemundo se desperezó con un gruñido de oso que me hizo salir de mis recuerdos como a un gato del agua. Había llegado la hora de ponerse manos a la obra. Había llegado la hora de tejer.




20 de noviembre de 2010

Los bosques de Phéser (I)


En Járiga los fantasmas no son agresivos, no quieren hacerle daño a nadie. Sólo transmiten su miedo y, como un virus, tienen una gran capacidad de contagio.
Los fantasmas tienen miedo de sí mismos. Tienen miedo de lo que pueden llegar a ser y a sentir, por eso no son personas concretas; una sábana tejida con los sentimientos del miedo les cubre su verdadero ser.

La historia de Bohemundo se torció tiempo atrás, cuando se dirigía hacia Entremundos con la única compañía de su voz interior. Se extravió en los bosques de Phéser y allí perdió la memoria, jamás se atrevió a volver para recuperarla. Fuera lo que fuera lo que le hubiese ocurrido, Bohemundo cambió. Se convirtió en un fantasma, un Mamu, un ser cubierto. Yo iba en su búsqueda, así me lo había pedido la Niña-Reina.

Me paré en la misma puerta.

Marfil sobre madera, dos dados. Ocho negro y as: la suma de las letras de su nombre. Soy el croupier designado para controlar este juego. Yo reparto. Bohemundo juega sin saberlo. Hoy es el día en que el azar danzará con él su extraño baile, aquí, en la taberna de La Curia.

Entré.

Uno de los silencios se acostó sobre el suelo como un faquir, ni siquiera hizo el amago de gritar cuando le pasé por encima. Me detuve.
Había más silencios en el local. Otro de ellos, el más intacto y antiguo, se encontraba en cada una de las anónimas piedras que enlazadas formaban el acogedor recinto de la taberna. Allí la vida jugaba a diario con el azaroso destino de los clientes; y el de la piedra era un silencio indescifrable e impregnado de tiempo, un testigo mudo, sordo y ciego que, sin embargo, conocía muchos secretos. Me aislé del bullicio y lo escuché.

Miré en rededor. Vidrio y roble, roca y licor, piel y monedas.

Tras el grueso cristal de la base de una jarra, casi vacía de cerveza, reconocí su rostro. Bohemundo, borracho como un barco sin tripulación, mirada a la deriva, ropa desconchada y palabras inundadas por golpes de océano. Bohemundo “El Necio”, así le llaman.

Dejé vacío el espacio que ocupaba para habitar y abandonar una hilera de espacios consecutivos hasta que llegué a él.
- Me llamo Jonás, soy la cresta de una ola. ¡Te vienes conmigo!.

Antes de que la jarra vacía de Bohemundo dibujara un mapa estelar sobre el suelo de La Curia habíamos desaparecido. Utilicé la magia de la empatía con las cosas que me enseñó Praix. Me puse en el lugar del viento y arrastré conmigo a Bohemundo hasta los bosques de Phéser, el lugar donde los lagos murmuran y los árboles tienen corazón.

Había mucho que hacer, mucho que enlazar, poco tiempo y un compañero nada dispuesto a colaborar en su propia causa. Una amarga canción halló cobijo en mi sistema de comunicación interna, tenía el sabor de las verdes endrinas en los arbustos de la intuición. Miré a Bohemundo con rabia.

Las órdenes de la Niña-Reina, La Tejedora, eran claras como agua de lluvia. O conseguía que dejara de ser un Mamu o era preferible invitarle a la última hoguera.
Bohemundo fue mi primer maestro en el arte de enlazar. Antes de que llegara a convertirse en un ser cubierto era un hombre serio y taimado. Llegamos a ser grandes amigos, aunque él siempre supo mantener las distancias cuando ejercía su labor docente. Le debía mucho a Bochán, así solía llamarlo, y me comía las entrañas tener delante de mí a este despojo inservible que ya ni siquiera quería recordarme. Me puse manos a la obra. Había mucho que hacer, mucho que enlazar y poco tiempo.



13 de noviembre de 2010

Cuando el silencio se desnuda (Alhadira)


Alhadira dejó caer su encaje en la sombra, como un telón de seda. Mientras yo la observaba, sus pezones se encaramaban por las altas paredes de mi imaginación como la hiedra. Todo se volvió verde. Y luego tierra, tierra clara. 

Dio tres pasos, desnuda, hacia la ventana. 
Se desnudó también la luz, que como un ejercito avanzaba por el parqué a punto de conquistar algún mueble; mis ojos, que con la emoción dejaron caer su traje arrugado, como una lágrima; y el silencio, que sólo se quitó algunos complementos, nada más llevaba. 

Todo estaba desnudo, todo menos el tiempo, que rápidamente se vistió con el vasto latido de mi corazón, incluso se puso chistera (siempre le gusta aparentar que es un gran mago). Ella no se dio cuenta de tanta desnudez, lo sé porque vistió su boca con una sonrisa y se acercó a besarme. Chasquidos carnosos. 

Me lamió como una gata pequeña. Yo quería morderle como un guepardo. Torció el cuello. No me contuve. 
Noté como su boca volvía a desvestirse: dejó cachorros gimientes corriendo y jugueteando por mi sistema nervioso. Erizos. Apreté un poco más. Un félido salvaje clavó sus garras en mi espalda, quería asegurarse de que yo seguía siendo su depredador. Pero ella no se dio cuenta de tanta desnudez, lo sé porque me besó con los ojos cerrados. 
También estaban desnudos sus párpados, y su pelo, y sus manos. Me empujó con su piel desnuda. Me dejé caer, ingrávido. Volvió a besarme, me volvió a lamer como una gatita. Le volví a morder. Volvió a gemir. 

Nuestros cuerpos desnudos eran de tierra, de tierra clara, pero querían volverse barro, barro de soplo, barro de dioses. Necesitábamos agua. Exploramos todos los rincones del planeta, todas las superficies y fosas abisales. Hicimos el amor; primero como amantes, después como animales. Agua. Sopor. Peces dormidos.

Había demasiada desnudez. Me asusté, he de admitirlo. Quise vestirme con aquel momento extraordinario. Me lo quise poner todo, no fuera a ser que, de tanto desnudo y por vergüenza, acabara por desaparecer. Pero ella no se daba cuenta de tanta desnudez, lo sé porque callaba; lo sé por su respiración: olas y espuma. 

Nos quedamos en la cama juntos, desnudos. Ella no podía dormir y prefería volver a su casa. Nos pusimos la ropa y la acompañé hasta el coche. Seguíamos desnudos a pesar de todo. Quizá por eso se asustó. Quizá al llegar a su casa intentó vestirse y no pudo. No lo sé, sólo estoy especulando. Especulo porque a mi me pasó. 

Quizá por eso se asustó. Quizá nunca se desnudo tanto como aquel día, ni ella ni las cosas, yo tampoco. Sé que hay miedos que son sastres excelentes y, cuando te toman la medida, te hacen un traje perfecto. Yo conozco unos cuantos que son verdaderos artistas, pero nunca se los recomiendo a nadie. 

Quizá ya no puede verse vestida y, se ponga cuanto se ponga, sólo ve su desnudez. Será por eso que no quiere verme, quizá sea por eso que no coge el teléfono ni me responde al correo, quizá por eso se asustó. Quizá se dio cuenta de que todo está siempre desnudo y, quizá, tema que la pueda seguir viendo desnuda a través de sus ojos, o de su voz, o de sus letras. 
O quizá, simplemente, no le guste desnudarse para cualquiera.

Cuando el silencio se desnuda, los sentidos estorban. 

7 de noviembre de 2010

Narrador casi descubre a Jonás

Dicen que la Niña-Reina, La Tejedora, es como Dios; 
que no sabe distinguir entre el bien y el mal. 
En cierta ocasión, me dijeron 
que jamás le reprochara sus decisiones 
bajo conceptos tan simples como justo o injusto. 
Me advirtieron de que ella no entiende tales palabras.


Tuve un sueño, emborronado a causa de las ondas concéntricas que formaban las piedras que mi fe y mis ilusiones le lanzaban. Lo veía, lo intuía. Ansiaba asirlo para mecerlo en mi regazo. ¿Cómo no me percaté de que sólo era un reflejo? No lo sé. 

Una tarde en la que el sol parecía haberse torcido, me miré en el espejo de mi cuarto de baño. Durante un rato estuve observando al tipo de enfrente con amplia extrañeza, entonces caí en que ese tipo era yo mismo. 

-¿Así que éste soy yo?- Me pregunté maravillado. 

-Sí, ése eres tú.- Respondió una voz dentro de ¿mi cabeza? Lo afirmó con tal seguridad que el cielo acabó llenándose de nubes. ¿Cómo podría ser “yo” alguien que me responde en segunda persona? 

Desperté, todo había sido un sueño. 

Le preparé un desayuno consistente, lo saqué a pasear e intenté que hablara con otros. Lo dejé un rato sentado en un banco para que tomara el sol y más tarde, le animé a que leyera un rato. No tuve que insistirle mucho para que se acercara al bar y se tomara una cerveza. Lo sorprendí viendo videos musicales en la televisión mientras fumaba y, sin que se diera cuenta, le hice mirar de vez en cuando a la camarera. Después le insinué que ya era hora de volver a casa, que estaría bien comer alitas de pollo al horno; y lo arropé para que echara la siesta. 

Cuando despertó, se miró en el espejo del baño. Casi me descubre. 

No le conté nada a La Tejedora, sabía que a ella no le apetecía encargarse de estos asuntos. 

Mi nombre es Jonás, la próxima vez, tendré más cuidado.