Sábado. No he salido en todo el día del salón-cocina. El sofá cama está en formato cama y, me da algo de vergüenza decirlo, me he hecho con una bacinilla. Reels, crucigramas, lectura, pelis, series, ejercicios online... Rozando la locura. Quiero tirarme de los pelos y gritar, pero no quiero salir. Me da pavor abrir la puerta. Mía está conmigo la mayor parte del tiempo, creo que sabe que las cosas han cambiado. Estoy tan obsesionada que creo escuchar el murmullo hasta cuando bascula la gatera. Lo último que he hecho en el día ha sido escribir, vaciada de pensamientos, sin brújula, como una autómata, sin sentido. Se me ha ido la olla, creo haber escrito por lo menos treinta hojas tamaño folio por ambas caras. Pero no voy a leerlo, por lo menos hoy, quizás mañana tampoco.
Domingo. Hoy he abierto algunas de las puertas de casa y cerrado casi a la vez: las de mi cuarto para coger ropa interior y una muda nueva de pijama; la del baño para hacer pis y darme una ducha infinita. Y he vuelto al salón-cocina. Mía está echada sobre el sofá cama tapándose los ojos con una de sus patas delanteras. Me enternece verla. Me cambiaría por ella si eso fuera posible. Tengo que tranquilizarme con el murmullo, con la angustia que me crea. Estoy segura de poder llevarlo mejor de lo que lo estoy llevando. Son muchos días dándole vueltas a un nuevo método de combate, esta vez no le he puesto la expectativa tan alta como con el médico. Sí, es posible que fracase, pero tengo que intentarlo.
El día es frío y turbio como un asesino alevoso. Aún así, amortiguo la luz que entra por las ventanas corriendo las cortinas y la atmósfera de la habitación se vuelve pesada y acogedora. Como si fuera un kit estándar preparo velas, incienso, pongo una lista de música relajante y me dispongo a conectar con mi respiración, a sincronizar el tiempo a mi latido. Sí, sé que sería mejor hacerlo sin música ni aromas, pero necesito que mis sentidos estén ocupados, tengo la certeza de que les estoy despistando para que dejen a mi mente en paz.
Medito.
Solo respiración, silencio y algo más: un ralentí tenue que sé que siempre me ha acompañado. Esto no es murmullo, esto pertenece a la angustia de sentirse viva, a esa maravilla terrible. Respiración y atención: el silencio es imposible mientras haya pulso; la atención es parcial mientras haya sentidos. Y pese al ruido de la vida, medito fuerte, si eso es posible; por lo menos le pongo empeño. Lo hago lo mejor que puedo, sin exigencia, sin buscar la perfección. Sí, he dicho lo mejor que que puedo sin exigencia porque no es necesario activarla para hacerlo lo mejor posible. Es necesario activar el propósito, la intención y la dirección.
Creo que la acción de meditar es algo así como intentar definir el amor: un crisol. Desconfía de quien te dice cómo meditar o cómo amar, no son guías ni gurús ni maestros. Son egos manipuladores que se empeñan en el tragicómico y hastiado concepto de llevar la razón o de iluminar un camino y dejar a oscuras el resto. Dicho de otra manera: han encontrado su verdad y quieren hacerla tuya. Es el virus, el contagio de las ideas, esa enfermedad no descubierta aún. Se parece al murmullo en su cantinela, en esa pertinente obsesión por estar siempre presente. Quizás estoy sobrepasada por esta mierda y empiezo a odiar a cualquiera que sepa encontrar paz y por eso pienso estas tonterías. Intento volver: medito en busca de silencio, intentando convertir el no-hacer en acción.
Sí, creo que me viene bien. Quizás funcione, quizás este sea el remedio al insidioso murmullo.
Murmullo II - Mundo Menguante
Murmullo IV - De dentro hacia afuera