9 de febrero de 2025

III - Meditación: un crisol para la locura





 

Foto de Nicollazzi Xiong

 

Sábado. No he salido en todo el día del salón-cocina. El sofá cama está en formato cama y, me da algo de vergüenza decirlo, me he hecho con una bacinilla. Reels, crucigramas, lectura, pelis, series, ejercicios online... Rozando la locura. Quiero tirarme de los pelos y gritar, pero no quiero salir. Me da pavor abrir la puerta. Mía está conmigo la mayor parte del tiempo, creo que sabe que las cosas han cambiado. Estoy tan obsesionada que creo escuchar el murmullo hasta cuando bascula la gatera. Lo último que he hecho en el día ha sido escribir, vaciada de pensamientos, sin brújula, como una autómata, sin sentido. Se me ha ido la olla, creo haber escrito por lo menos treinta hojas tamaño folio por ambas caras. Pero no voy a leerlo, por lo menos hoy, quizás mañana tampoco.

 

Domingo. Hoy he abierto algunas de las puertas de casa y cerrado casi a la vez: las de mi cuarto para coger ropa interior y una muda nueva de pijama; la del baño para hacer pis y darme una ducha infinita. Y he vuelto al salón-cocina. Mía está echada sobre el sofá cama tapándose los ojos con una de sus patas delanteras. Me enternece verla. Me cambiaría por ella si eso fuera posible. Tengo que tranquilizarme con el murmullo, con la angustia que me crea. Estoy segura de poder llevarlo mejor de lo que lo estoy llevando. Son muchos días dándole vueltas a un nuevo método de combate, esta vez no le he puesto la expectativa tan alta como con el médico. Sí, es posible que fracase, pero tengo que intentarlo.

 

El día es frío y turbio como un asesino alevoso. Aún así, amortiguo la luz que entra por las ventanas corriendo las cortinas y la atmósfera de la habitación se vuelve pesada y acogedora. Como si fuera un kit estándar preparo velas, incienso, pongo una lista de música relajante y me dispongo a conectar con mi respiración, a sincronizar el tiempo a mi latido. Sí, sé que sería mejor hacerlo sin música ni aromas, pero necesito que mis sentidos estén ocupados, tengo la certeza de que les estoy despistando para que dejen a mi mente en paz.

Medito.

Solo respiración, silencio y algo más: un ralentí tenue que sé que siempre me ha acompañado. Esto no es murmullo, esto pertenece a la angustia de sentirse viva, a esa maravilla terrible. Respiración y atención: el silencio es imposible mientras haya pulso; la atención es parcial mientras haya sentidos. Y pese al ruido de la vida, medito fuerte, si eso es posible; por lo menos le pongo empeño. Lo hago lo mejor que puedo, sin exigencia, sin buscar la perfección. Sí, he dicho lo mejor que que puedo sin exigencia porque no es necesario activarla para hacerlo lo mejor posible. Es necesario activar el propósito, la intención y la dirección. 

Creo que la acción de meditar es algo así como intentar definir el amor: un crisol. Desconfía de quien te dice cómo meditar o cómo amar, no son guías ni gurús ni maestros. Son egos manipuladores que se empeñan en el tragicómico y hastiado concepto de llevar la razón o de iluminar un camino y dejar a oscuras el resto. Dicho de otra manera: han encontrado su verdad y quieren hacerla tuya. Es el virus, el contagio de las ideas, esa enfermedad no descubierta aún. Se parece al murmullo en su cantinela, en esa pertinente obsesión por estar siempre presente. Quizás estoy sobrepasada por esta mierda y empiezo a odiar a cualquiera que sepa encontrar paz y por eso pienso estas tonterías. Intento volver: medito en busca de silencio, intentando convertir el no-hacer en acción.

Sí, creo que me viene bien. Quizás funcione, quizás este sea el remedio al insidioso murmullo.






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26 de enero de 2025

Murmullo II - Mundo menguante





 

Aún en el aire la estela de aquel hombre doblando la esquina un coche se subió al bordillo y se apartó lo suficiente para permitir el tráfico. Coche rojo, intermitentes ambarinos, llantas limpísimas. La puerta del acompañante se abrió y salieron unas botas negras. Y entonces fue, ahí lo oí, el murmullo. Aquella primera vez fue tenue, delicado, casi insonoro, pero se hizo notar. La puerta se cerró, el coche se fue y el murmullo paró. Esa primera vez creí que fue algo que sonaba dentro del coche. La segunda vez sería a los pocos minutos, al pasar por la puerta automática del súper. La siguiente al abrir las vitrinas de los productos refrigerados, en varias ocasiones. La siguiente al llegar al portal de casa. Y una vez en casa sonaba por doquier. Se asemeja mucho a un dolor de muelas, que si te paras a sentirlo no es un dolor grande. Lo que duele es la constancia y la insistencia. Y el murmullo lo ocupa todo.


Aquella tarde noche instalé el arenero de Mía a un lado de mi cama, al otro su comida y el bebedero. Me aseguré de que todas las puertas estaban cerradas y allí nos quedamos las dos. Juro que no quería salir de la cama y a Mía le costó mucho entender eso de la puerta cerrada. He de decir que prefiero el maullido de la gata al murmullo. Miles de veces lo prefiero. Incluso dormir regular, porque se pasó la noche encima: pisándome, acomodándose, acicalándose; incluso no dormir preferiría. 

 

Esa misma noche decidí que no podía seguir viviendo en la ciudad ni en cualquier lugar con más de una casa. Le di vueltas a la forma de vender o alquilar mi piso lleno de puertas y cómo haría para encontrar algo adecuado para mi nueva circunstancia de vida. Mía me interrumpía con su maullido de tanto en tanto, y pensé que si hoy fuera el día de ayer le abriría la puerta para que hiciera suya la casa, pero en este momento abrirle la puerta era darle acceso a un pasillo y ya. Qué mierda, cómo puede cambiar tanto la vida de un día para otro...

 

A la mañana siguiente sopesé que el tema de cambiar de vida no iba a ser algo tan inmediato como me gustaría. Llamé a una amiga manitas y le pedí por favor que me instalara una gatera en cada puerta interior de la casa. No lo entendió del todo, pero tampoco me pidió mucha explicación más allá de un "¿en todas?"

Y no paré de darle vueltas a cómo hacer con el trabajo, el dinero, la gente querida... Toda mi vida al traste por un murmullo que de pronto llegó con cada puerta abierta. El médico, pensé. Claro, iré a mi médico de cabecera a contarle que se me fue la "cabecera". Qué contarle, cómo enfocarlo, ¿y si fuera una enfermedad rara, pero conocida? ¿y si tuviera tratamiento, aunque fuera caro? Cada vez tenía más claro que por ahí estaba el camino. Fue quizás porque consideré que la forma en que apareció el murmullo, el choque con aquel hombre, la botella de cristal rota, el abrazo, aquel sentimiento de inmortalidad, aquella sensación indescriptible... Sí, quizás había revestido todo esto con un toque esotérico, vampírico, no sé. Quizás mi imaginación es un poni desbocado creyéndose caballo. Posiblemente.


Estrés. Un episodio de estrés no localizado. Cita con psicología en la seguridad social, un tratamiento que yo creí placebo y, sin duda, la sensación de haber sido infantilizada. Qué sensación de derrota descubrir que lo que creías que podía ser un camino de salida era otro recodo desesperante del laberinto. Ni médico de cabecera ni psicóloga ni medicación. Nada. Puede que haya que persistir, que los tratamientos necesiten de más tiempo, que la constancia y la paciencia sean aliadas ganadoras en el proceso. Puede. Pero no quiero. Quiero que el murmullo pare, que desaparezca. No me acostumbro a él. No me acostumbro.






10 de enero de 2025

Murmullo I - Harina quemada

 


Sucede al abrir las puertas. Siempre. Suena como si fueran chorros de una fuente o el curso de un arroyo. Pareciera relajante, pero es perturbador. Impide la concentración, exige atención constante.

No me entendáis mal. No dice palabras, amenazas o instrucciones. Murmura. Todo el rato. Hasta que las puertas se cierran, entonces calla.

He instalado gateras en todas las de casa. Mía se pone nerviosa cuando están cerradas y empieza a maullar, y si las abro aparece el murmullo y soy yo la que se pone nerviosa y casi maúlla. Ahora ella puede ir de habitación en habitación como le place. A mí me cuesta más. Tengo que hacerlo rápido. Supongo que al haber estado expuesta tanto tiempo mi tolerancia ha disminuido y me he vuelto hipersensible al "murmullo". He probado de todo: tapones para los oídos, curanderos, brujas, psicólogas, psiquiatras, drogas, remedios caseros y milenarios, de todo. Y el murmullo sigue con su runrún de motor perpetuo. Me hace mal, me sienta mal, me desvanece, me quita el ánimo, me vacía. No puedo soportarlo. Y me hace temer a las puertas abiertas. Sí, me he vuelto obsesiva con las puertas. Necesito que estén cerradas y abrirlas cuanto menos mejor. Y si no hay más remedio, hacerlo rápido. Abrir, pasar, cerrar. Esa secuencia de 3 pasos tan sencilla es una condena. Si solo tuviera que hacerla yo todo sería fácil, pero la gente no se da cuenta. Y, sí, me pongo hecha un obelisco, soy una puta desquiciada, lo sé, pero es que han de entenderlo. Han de entender que tras cruzar una puerta esta tiene que cerrarse. Siempre. Siempre. Que no se puede dejar entreabierta o siquiera entornada. Cerrada como un cero, como una o. 

El murmullo comenzó al principio del verano pasado cuando choqué con un hombre por la calle. Íbamos en sentido contrario, no nos vimos y nuestros hombros se golpearon. A él se le cayó una bolsa en la acera. Unas cuantas naranjas rodaron, un paquete de velas de té se dejó ver y una botellita con un líquido apacharanado se rompió y se derramó. Él se puso muy nervioso, se echó las manos a la cara, recuerdo que pensé que se iba a poner a llorar. Yo solícita recogí las naranjas y cuando me dispuse a recoger los cascotes de vidrio de la botella rota él se volvió loco diciéndome que no los tocara. Pero tarde. Me asustó con aquel pronto y me corté con uno de los trozos. Él se puso verde o no sé de qué color, como si yo hubiera cometido un sacrilegio. Aseguraría que a aquel tipo le había sobrevenido el peor susto de su vida. Y luego sí, se puso a llorar. Yo intenté calmarlo, no me parecieron cosas importantes, así que también le ofrecí dinero por si podía reponerlas, le pedí disculpas repetidas veces, me sentí culpable y torpe, desubicada y contrariada. Aquel tipo, más corpulento de lo que parecía, hizo un gesto inequívoco de buscarme para un abrazo, así lo entendí yo, así lo hice. Aquel tipo me apretó, puso su boca cerca de mi oído y un aliento de funerales me atravesó por el sentido del tacto, mis ojos veían lo que decía, en mis oídos brotó un barotrauma y quedó un gusto rancio a harina quemada en mi boca. Sentí tanta angustia, tantísima tristeza. Sentí el dolor de la inmortalidad, la losa de permanecer para siempre donde sentir el abandono. Y durante al menos un minuto fui incapaz de respirar. A pesar de todo no quería soltarme ni que me soltara, había en su abrazo algo atractivo, algo de hogar primigenio. Y me colgué de él mientras que me quiso abrazar. Poco a poco fue aflojando hasta separarse, me miró y en sus ojos encontré compasión. Lo siento, me dijo. Sacó del bolsillo de su chaqueta una bolsa de tela plegada, recogió todo como pudo, incluso los cristales más pequeños, luego empapó en pañuelos de papel el líquido de color ciruela y se fue.


Allí me quedé yo, como un koala en la catedral de Burgos. Observé cómo se marchaba y cómo desaparecía su cuerpo al doblar la esquina. Me fijé en su chaqueta, en sus pantalones, en sus zapatos y en su forma de caminar. Un tipo normal tirando a invisible.






14 de noviembre de 2020

Mis canciones

 

Photo by Jimmy Chang on Unsplash

Mis canciones presumen de estar un tanto sordas; de ir canturreando como despistadas por mis adentros, ajenas al fuera, una melodía siniestra que me hace sonreír mientras me hospedo en la inopia.

Hablo de mis canciones como el poeta que nace en Idaho para morir en Venecia: pasando por chaira el grafito, inyectando savia a la madera del lápiz, meando en los tobillos de quien escucha con atención. Hablo de mis canciones como quien musica haikus para un trap o se deleita, cerrando los ojos, al derramarse el licor que esconden ciertos bombones.

Yo no sé mis canciones qué saben del milagro de nacer para ir con ese porte: tan orgullosas y cantarinas, con ese tono tan subido de tono y esa métrica tan desmedida. No sé qué sabrán de la vida para ir abanderado himnos tan ostentosos en sus pretensiones. Nacisteis ayer, queridas mías, aunque vuestro poso sea viejo como el magma. Nacisteis ayer, no vayáis diciéndole a la gente que vuestra raíz es cuneiforme ni que recién habéis hallado a vuestro crush, porque no os tendrán por reales. Pensarán como mucho que sois un intento de neopoema urbano, un dron con ínfulas de pájaro o, peor aún: un ente aleatorio y amorfo.

Pero, ¿quiénes son la gente para hacerse pasar por un colectivo en singular, queridas mías?¿quién es la gente entonces, esa que quiere juzgaros? La gente es la gente, diría aquel escritor de Illinois en el Café Iruña, poco antes de hacer un ruido de hipopótamo al sonarse para dentro los mocos. La gente es la gente. Quedaos con eso.

Y recordad que hubo un tiempo en que solía hablar de vosotras con timidez, os tarareaba entre dientes y os maltrataba con la orto y la caligrafía: no entendía que quisierais permanecer adentro con toda aquella oscuridad, ni que me acompañarais en mi delirio. Insistía en expulsaros, como si la culpa fuera vuestra: plomo, os pensaba plomo y os arrojé al vacío de seis mil cuadernos. 

Ahora suelo festejar vuestra inclemencia y me dejo empapar sabiendo que soy la parte inerte de la tierra, cuna. Y que los gusanos nacidos de mis continuos cadáveres son humus. Y que vosotras, mis canciones, sois lo que se imagina quien os lee. O insultantes clavellinas entre olivos.

4 de noviembre de 2020

Hecho del verbo echar

 

 


Estoy hecho con los versos de una poeta desconocida que escribe mejor que diez mil hombres poetas y ochocientos dramaturgos que hablan de la vida como si fuera un teatro y así la viven: fingiendo.

Estoy hecho con la caricia de unas manos cuarteadas por el frío y el aire seco, que mesan mi pelo y apoyan mi mejilla en un tejido impregnado de matanza y prisa. Recuerdo burbujas de sangre en un cubo de metal.

Estoy hecho con la risotada que sierra la fresca mañana, mientras las labores se vuelven duras por falta de descanso y el vino afloja las piernas y distorsiona los dientes de las yeguas, que se los prestan a los mirlos, que los dejan caer en el arroyo hasta que un murmullo de lenguas torpes dicen mares y a nadie le importa, y todos se ríen. Y he dicho río.

Estoy hecho con la insignificante muerte por soledad de las arañas en aquella misma esquina del techo de la bodega: humedad, penumbra, frutos de cáscara y orzas con aroma de aceite viejo, guitas, madera. Pestillo echado en la puerta, por fuera.

Estoy hecho con el estiércol que se confunde con barro y las niñas pisan sin remilgos y las vacas siembran bajo los chaparros y las nogueras, a paso de vaca. Estoy hecho de amargas bellotas y espárragos trigueros. Y collejas. Y espantapájaros. Y cuevas.

Estoy hecho con la herrumbre de las cadenas de las bicicletas sin cambios y la luz inquieta de los candiles y las dinamos. Los botijos y los ladrillos por doquier y por cualquiera. Los perros atados, los ladridos: desatados; la loza. Los quintos de cerveza, el queso viejo y el tomate con sal gruesa.

Estoy hecho de lo que está hecha la carne del cerdo y el conejo que corre sin piel, de grandes espacios y tareas inacabables y nácar de navajas. De llorar tras la puerta, de juegos, leyendas. 

Estoy hecho de anhelos por las acequias abandonadas bajo la maleza, que atraviesan caminos por los que no corren ya niños ni labran brazos o animales. Estoy hecho con algo viejo que aún recuerda el olor del alcanfor en los armarios y la manzanilla recién cortada, o los higos sobre papel deshidratándose lentos como largos veranos con sol en la sonrisa.

Estoy hecho del recuerdo deforme de un dios que invento que me inventó, y de la porcelana que queda donde nadie puede limpiarla y pasan los años. Y un día, como hoy, aparto los muebles y no sé si hacer reforma o echar un buen rato limpiando. Voy hacia la cama y me echo a mí mismo, porque hace mucho tiempo que en vez de vivir, me pienso.

Estoy hecho de echarme de menos en todo tiempo futuro.

 

11 de octubre de 2015

Café sin azúcar I




Photo credit: minato / Foter / CC BY-NC-ND



Desde dentro de Juan

Hace un par de meses que Natalia cumplió los 17, le pusimos ese nombre porque así se llamaba la tía preferida de Marga, y le regalamos una promesa escrita en un papel, una promesa que cumpliríamos si ella aprobaba todo. Solo Marga y yo sabemos qué hay escrito en ese papel, le hicimos prometer que lo abriría en junio y aún quedan casi cuatro meses para entonces. La condición que le pusimos era un mero trámite, sabemos con certeza que aprobará todo.

Desapareció ayer, a la mañana. Y temo, temo a las mafias. A esas que nadie ve, que parece que no pertenecieran a la realidad que compartimos pero que existen, esas que se llevan a las mujeres, principalmente, y las convierten en esclavas o las usan para traficar con sus órganos o vaya usted a saber qué. Y ese “qué” no quiero ni saberlo. En las construcciones mentales del imaginario común esas mafias son estructuras jerárquicas con un malo muy malo y todas esas mierdas de las películas, pero yo intuyo que no funcionan así. Sé que no funcionan así. Y temo, temo que una de esas mafias, que no son otra cosa que una panda de personas desalmadas, hayan secuestrado a mi niña. Tiene 17 años, es morena y de piel clara, y sonríe como un verano de los grandiosos. Desapareció ayer. No regresó del colegio. La policía dice que tengo que esperar 24 horas para denunciar su desaparición. Faltan 7 horas para que se cumpla ese tiempo y la angustia que siento es lo más parecido a un dolor de muelas, pero que lo abarca todo y me hace ser consciente de mi limitación mortal, de los muros de piel en los que estoy encerrado y que me comprimen hasta hacerme doler partes que no sé definir, no sin una religión hecha ya o que me invente ahora mismo. Camino por la ciudad moviendo los ojos como un psicótico, intentando no perder detalle, con la atención tan a flor de piel que podría tocar a alguien e impregnarlo con ella, y que se alejara de mí con la sensación de una sobredosis de cafeína. Esta angustia es llevar el motor de un avión dentro de un utilitario, no puedo parar, no quiero parar, quiero encontrar a mi niña, es lo único que quiero. Sé que la voy a encontrar, no me puedo permitir otro pensamiento.


Desde dentro de Marga

(Silencio de cosmos infinito y angustia de peces sobre tierra. Como si se tratase de un satélite artificial se traslada recibiendo y proyectando todas las ondas que detecta su radar en una especie de ruido sordo. Todo en ella, sus gestos, sus ojos e incluso el vacío de su voz son un alfabeto comprensible para cualquier persona, sea cual sea su idioma).


Desde dentro de Natalia

...





Café sin azúcar II

20 de diciembre de 2014

El festín del perro II






Photo credit: Carlos Adampol / iW / CC BY-SA


El ruido no provenía de la puerta en sí, sino de la luz que se coló cuando ésta se abrió. Un ruido de luz que tras mi deshilachado antifaz iluminaba en rojo el horizonte limitado que podía ver. Luego unas voces: ¡Toma, córtale con estas tijeras la ropa y déjalo en calzoncillos! De haberme podido resistir lo hubiera hecho, pero para qué. Pensé en las tijeras y me dejé hacer, no fuera a ser que por un movimiento desafortunado las puntas de acero... Cuando terminó de hacer su trabajo con algún que otro tirón molesto al quitarme las mangas y las perneras del vaquero lo anunció al otro tipo, que supongo que sería el que daba las órdenes. -Muy bien- dijo-, ahora sécalo bien y luego frota por su pellejo este saco de comida para perros hasta que su olor corporal desaparezca, hazlo con ahínco, y hazlo bien, ¿me oyes? No sé si lo hizo bien pero sí que lo hizo con ahínco. Secó mi piel con una especie de toalla que me pareció hecha de lija. Y luego ese olor y esa textura gelatinosa: Comida para perros. Olía igual que la que suelo comprar para Ruso. ¿Qué pretendían, soltar una jauría para que me devorase? No quería pensar en ello. Repetí mi mantra: Toni, Toni, Toni, mi nombre es... Me estoy poniendo realmente nervioso, me estoy asustando, haciéndome caquitas, quisiera llorar y mínimo entender porqué estoy en esta situación... Toni Álvarez Aguado. Toni, Toni... 

-Ya está bien, déjalo- dijo el que parecía llevar el mando-. ¡Entrad! El arrastrar de pasos y risas que me parecieron divertidas comenzaron a pervertir el ambiente del lugar donde me encontraba. ¿Quiénes eran estas personas? ¿Habían pagado acaso dinero por ver como algún animal devoraba en directo a un hombre? ¿Habrá gente que esté tan pa’llá? ¿Hasta dónde llega la perversión de los humanos? ¿En qué clases de seres infernales podemos devenir? ¿Por qué yo? -¡Traed a la bestia!- Ordenó una voz que hasta ahora no había escuchado. Y entonces escuché un jadeo familiar, cómo no iba a conocer la respiración de Ruso. Aunque puedan parecer todas iguales Ruso suele entrecortar su jadeo cada cuatro o cinco respiraciones con un autolametón muy sonoro. Ni que decir tiene la emoción y la alegría que me causó reconocerlo hasta que fríamente pensé en la posibilidad de que mi mejor amigo fuera quien me diera muerte a base de mordiscos. Ni en mis pensamientos más retorcidos había imaginado nunca esta posibilidad. ¡Pero qué horror, dios mío! Me puse a llorar mientras a mi alrededor una voz comenzó a abrir apuestas variadas: Dónde sería el primer mordisco, cuánto tiempo tardaría en matarme, cuánto de mí se comería antes de quedar saciado. Y otras cosas por el estilo. Los humanos deberíamos tener un sistema mental de autodestrucción para estos casos. De haberlo tenido, lo hubiera usado sin dudar. ¡Hale, borrando memoria, descomposición de mitocóndrias y desaceleración del pulso; el individuo Toni Álvarez Aguado está listo para su desconexión total! Pero no, no existe ese maná y tengo que seguir escuchando todas las opciones de apuestas: En cuánto tiempo le morderá los huevos, estará vivo cuando lo haga, se frenará el perro y no lo atacará... 

 -¡Se cierran apuestas!- Gritó el que parecía llevar el tema-, ¡Quitadle la venda de los ojos! 

Escuché cómo se acercaban y no pude contenerme, me cagué literalmente del pavor que sentía. Noté cómo me deshacían el nudo y cómo al caer la venda todo seguía a oscuras... Podría decir que en ese momento se me pasó mi vida por delante pero qué va, lo único que pensé fue en que Ruso me reconocería a pesar de este tufo a su comida preferida y decidí mantener los ojos abiertos para mirarlo por si acaso nos encontrábamos en ellos. Se encendieron unas luces, vi un montón de siluetas borrosas que poco a poco se fueron haciendo más nítidas al tiempo que reconocía la canción que entre todos cantaban. Sí, era mi cumpleaños. ¡Qué cabrones mis colegas! ¡Qué cabrones!

6 de octubre de 2014

El festín del perro I



Photo credit: ~Oryctes~ / Foter / CC BY-NC-SA


Todo se derrumbó el día del secuestro. La realidad se anudó a mis muñecas cual serpiente que dibuja el símbolo del infinito. Con su cabeza y su cola en la intersección de ese ocho tumbado, tragándose a sí misma y apretando con más fuerza cada vez la equis que mis manos y antebrazos formaban tras la espalda. Por desgracia no era el momento para entretenerme con esa imagen ni con el dolor que aquella brida me causaba, así que ya podía ser una equis o una paloma para sombras chinescas que a mí lo único que me apetecía era fumarme un cigarro y crear nubes para llorar bajo ellas, como si esa fuera a ser la única manera y la excusa perfecta para mantener intacta mi dignidad ante la impotencia que me inundaba. Nadie me hablaba, todo era acción a mi alrededor, ajetreo. Me habían vendado los ojos con un trapo deshilachado que me hacia cosquillas en los pómulos y a los lados de la nariz. Unas cosquillas insufribles, como arácnidos paseando por mi cara y así, sin ver nada, sin poder rascarme, ni sabía dónde sembrar mi esperanza ni dónde mis angustias. Solo era capaz de notar cómo me iban amarrando ora las muñecas, ora los tobillos, ora la puta que los parió... Por si acaso grité, grité a quienes quiera que fueran: ¿Pero por qué coño arraumbaurrummmm...

Toda mi pregunta finalizó al estilo polvorón navideño cuando me metieron un bolo de papeles en la boca. Sé por el sabor que eran periódicos de fechas pasadas repletos de crímenes y loterías, de resultados deportivos y esquelas carísimas y efímeras, de sodokus y autodefinidos a medio hacer, de políticas erróneas y, acaso, de ningún verso ni frase o razonamiento digno de ser soluble en el alma. Noté deshacerse la tinta de todas esas páginas en mi lengua y juro por lo que más quiero en el mundo que no hubiera hecho falta que me pegaran aquel trozo de cinta americana gris: Se me quitaron todas las ganas de preguntar cualquier cosa, se me quitaron las ganas de hablar, quizá para todo el tiempo que durara mi secuestro. Y sé que el trozo de cinta era gris no porque así lo imaginara sino porque a uno de mis secuestradores se le escapó un suspiro y olía a ciudad en hora punta, sonaba a cláxones y al estrés contenido en un “¡no voy a llegar a tiempo por culpa de este puto tráfico y no puedo hacer nada, joder!”. Me dio pena, tristeza y rabia, y le deseé la muerte. Privado de visión, amordazado y atado pasaron las horas, quizás meses en el sentido absurdo del tiempo que aburre, y comencé a sentirme arbusto cuando las extremidades se me durmieron y solo se quedó el silencio a mi lado.

Toni, Toni, Toni, mi nombre es Toni Álvarez Aguado. Toni, Toni, Toni, mi nombre es Toni Álvarez Aguado. Toni, Toni, Toni, mi nombre es Toni Álvarez Aguado. Me lo repito como un mantra para asentar tierra, aunque sea con mi propio centro; para no perderme en pensamientos que viajen al miedo o a la desesperación, para no pensar en nada, para no olvidar quien soy, para no perder contacto con mi base, el único lugar con el que puedo mantener una comunicación en estos momentos. Toni, Toni, mi nombre es Toni Álvarez Aguado. Toni, Toni, Toni, mi nombre es Toni Álvarez... ¿Qué mierdas digo, joder! ¡Ya basta! ¿Qué puta mierda de intermediación entre mí y yo mismo es esta? ¡Cómo si pudiera hacerme compañía a mí mismo! Las veces que me he sentido solo conmigo y ahora mil pensamientos me inundan sin cordura ni sentido. Lo que daría por comerme un pintxo de tortilla en el Tamarán acompañado con un verdejo fresco, ¿se acordará alguien de Ruso y lo sacará a mear y cagar por la zona de esparcimiento que hay al lado de casa o se estará muriendo de desesperación en el salón y ya habrá mordido el sofá en un ataque de angustia perruna? No, no, no, aparta ese pensamiento de tu cabeza, Toni. Ruso está bien, con seguridad Elena, ella tiene llaves, ya te ha echado de menos, ha llamado al móvil, a casa, al trabajo, y viendo que no había respuesta se ha llegado al piso y preocupada se ha hecho cargo de él. ¡Cuánto amo en este momento a Elena! ¡Ojalá lo nuestro hubiera funcionado! ¡Joder, cuánto la quiero! Seguro que Elena y Ruso están juntos, sí, ha de ser así, no puede ser de otra manera. ¡Tengo las manos y las piernas dormidas! ¡Qué mierda más gorda, copón! Y además no veo un pijo y estos putos periódicos de mierda que me han metido en la boca se están deshaciendo con la puta saliva y su puto sabor es repugnante. ¿A quién cojones le habré hecho yo algo? ¿Qué es lo que querrán de mí? Pero si no tengo un puto duro, ni tierras; ni siquiera tengo una tele de plasma, joder.

(Se oye un ruido, mis pensamientos cesan. Mi atención vuelve al exterior)







1 de marzo de 2014

Un cayado para bailar III




Photo credit: bisbiglio [in arte "sbibbì"] via photopin cc


Movimiento


Me salgo de lo que creo que veían los demás para centrarme en mi espectáculo, en mi mundo, en mis sensaciones, en mi más íntima locura. Mis movimientos son redondeados y cortantes al compás de una música esquizoide que roza una agresividad cínica y soñadora, una especie de drama onírico entre cuento de hadas y película de terror. Solo danzo con mi tronco y mis brazos tan largos como siete inviernos seguidos, representando aquello que soy: un ser de viento bien arraigado en la tierra. Por eso mis piernas se mantienen firmes. Yo sé volar sin irme. Yo sé del céfiro iracundo en la nocturna soledad. Yo sé de su suave correr entre las cosas para impregnarse de todo disimulando ser invisible. Yo soy hijo de Tíndaro y de Zeus; un hijo del viento, y jamás renunciaré a él, porque es mi base, mi esencia, mi alma pura, como un vaso que se derrama a otro vaso del que después beberán los que me aman y se despeinan a mi paso. Y por ello mi baile es ágil y el público aplaude no sabe bien por qué. Y mi dolor se derrama en sus ojos y lloro con cada gesto medido de mi expresión corporal. ¿Dónde estás?¿Bajo qué tela desapareciste o te volviste fantasma?¿Por qué te pusiste roja como una tarta de fresas?
Despego los pies del escenario y mi baile se vuelve un huracán, los roces de mi piel, el arrastrar de mis pies, mis jadeos e inhalaciones son la onomatopeya perfecta de este desastre natural. El público se pone en pie, aplaude. Aplaude como un mediodía de chicharras. Yo no dejo de sangrar por las clavículas y hasta el albero del escenario se motea carmesí mezclado con mi sudor. Te busqué bajo la funda de aquel edredón tres malditos años. ¿Dónde estás? Desfallezco, caigo en el suelo y comienzo a llorar rendido. El público sigue aplaudiendo desaforado y yo solo puedo llorar, casi ni respirar puedo. Mi quietud y estas lágrimas te arrastran, te llevan lejos, lejos.

Alguien me entrega un ramo de rosas, alguien me abraza, oigo que dicen que lo he hecho genial, que cuándo será la próxima actuación, bla bla bla bla bla... Todas las palabras se acolchan en un rumor amorfo y elástico que se vuelve indescifrable. Y en timelapse todo mi alrededor desaparece.

Hoy, en este baile, puedo decirme que te he olvidado como se olvida la infancia y que jamás volveré a bailar otra vez con este cayado de olmo. Jamás, jamás volveré a repetir esta danza. Me cubro con aquel edredón bien enfundado y me dejo dormir, callado, sin ruido en la cabeza, sin ti, con tu silencio, acompañado.






23 de febrero de 2014

Un cayado para bailar II



photo credit: Manuel Delgado Tenorio via photopin cc

Antes de comenzar


Entré en su vida tan despacio que pese a los años que llevamos juntos aún no se ha acostumbrado, y ya nos empezó a nevar el pelo hace un par de inviernos. A veces mientras colaboramos en silencio en alguna tarea veo en sus ojos que soy un extraño, un invasor que conoce sus flaquezas y que le permite ser. “Yo no quiero ser lo que soy” me reprochan esos ojos en la extraña furia de su dulzura. Ella coloca los platos en su lugar mientras yo barro el suelo de la cocina, elegimos no poner lavavajillas para compartir tareas y vencer a la pereza. A veces reñimos porque a uno de los dos le toca fregar y no le apetece, en ocasiones intentamos sobornarnos con sexo o con un día futuro de plena dedicación a la voluntad del otro, a ser posible un domingo. Me encanta ganar y pedirle que me acaricie el pelo o que se agarre a mí mientras le leo un cuento en voz alta o mientras escuchamos sin hablar música tranquila al temblor de una vela en la oscuridad de la habitación. Es su cumpleaños, su cuarenta y siete aniversario, dice que se ve unas chichas que no le gustan sobre la cadera y se queja de culo y de celulitis ¿Quién coño nos enseña a odiarnos? pregunta en alto, y se pone a doblar ropa de cama. Me pide que le ayude con la funda nórdica y me mira seria desde las costuras contrarias en una especie de duelo telar. Sé cuando debo no entrar en el tema y guardo un silencio premeditado. Nos acercamos el uno al otro para la entrega de las esquinas de tela y nos separamos a una distancia menor, parece que bailáramos de incógnito. Nos volvemos a acercar y le suelto un beso breve en los labios, feliz cumpleaños le digo. Sus ojos se encienden como un pastel de fresas y me da un bofetón. Pensé que eras la piñata de la fiesta, con la edad se me va la cabeza me dice y luego se ríe a carcajadas. Vamos a tener que empezar de nuevo con la funda, manos largas, le increpo teatralmente y ella me dice que los besos aquí los da ella. Coge la funda del edredón y se lo echa por encima. Pienso que es un juego y me meto dentro con intención de jugar y buscarla.

Tres años después logré salir de debajo de aquella tela, vencido y sin hallarla, y esta es la razón por la que necesito bailar.

La oscuridad se precipita sobre la sala como un leopardo hambriento sobre una gacela quieta. Todo el teatro parece un espacio vacío entre galaxias mientras floto hasta el centro del escenario guiándome por unas pequeñas marcas adheridas al suelo que mantienen una tenue luminiscencia. Me coloco erguido como un poste separando el cayado de mi cuerpo en un ángulo de unos 45 grados. Y allí me quedo quieto hasta que una luz blanca niebla cenital me ilumina. El público aplaude mi puesta en escena con entusiasmo, no es para menos. Si yo hubiese estado entre los espectadores hubiera gritado de horror pero la individualidad entre masas está mal vista, así que supongo que la mayoría de los presentes son personas con un gran sentido de la ficción, cosa por cierto de la que pese a ser actor carezco. Sé que sin más detalles no podéis imaginar cómo me muestro ante ellos. No soy muy bueno describiendo, sobre todo por falta de léxico, pero me intentaré acercar a la sensación que por empatía y distancia creo proyectar:

Mi cuerpo es delgado y largo como el de un lagarto, estoy completamente depilado y desnudo excepto por un bóxer de color carne que cubre mi sexo. Aproveché la oscuridad para, entre bastidores, deslizar una cuchilla por cada una de mis clavículas. Y había orden de dejar caer desde arriba nieve de poliexpan. Así que imaginad mi imagen mientras detrás de mí gira lentamente un gran ventilador al tiempo que suena Insides de Jon Hopkins y el movimiento da comienzo.




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Presentación

16 de febrero de 2014

Un cayado para bailar I



photo credit: cuellar via photopin cc


Presentación


Tras buscar en la wikipedia y en algún que otro portal especializado en el tema opté por la madera de olmo, según las fuentes consultadas es muy resistente a la putrefacción en ambientes húmedos, dura, hermosa y difícil de hender. Es el material perfecto para lo que quería fabricarme: Un cayado.

Un cayado para bailar.

Sí, habéis oído bien, querido o estimado, o fantástico público. Un cayado para bailar sin miedo, una tercera pierna, un apoyo para no caerme cuando pierda el equilibrio, porque lo perderé. Y lo perderé en todos los aspectos imaginables incluidos los imposibles. Porque para eso quiero bailar, para desafiar al equilibrio. Vayamos entonces entrando en materia con tranquilidad. Amigas, amigos, os contaré lo esencial, los prolegómenos y las razones. Bueno, las razones quizá me las ahorre, y no porque no tengan importancia ni porque me dé vergüenza airear mis miserias. Me las ahorraré, quizá, porque estoy seguro de que os aburrirían. A mí me aburren hasta el hartazgo. Oídlo bien: ¡HAS-TAEL-HAR-TAZ-GO!
Me aburren mucho mucho las razones, me aburren porque siempre quieren estar ahí presentes, incluso se disfrazan de otras palabras y se empiezan a llamar a sí mismas: motivo, excusa, leit motiv, impulso, motor, verdad... Las razones son un puto rollo, son verdaderamente agotadoras, incluso tienen un disfraz que casi roza la perfección, para que os hagáis una idea os diré que es como la famosa capa de invisibilidad de Harry Potter. Sí. Las razones se hacen invisibles para exigir más razones, para aumentar su ejercito de orcos razonables, si es que este concepto es posible. Pero no os alarméis, es fácil detectarlas. Cuando son invisibles se les pilla enseguida porque siempre, siempre, usan el “por qué”: ¿Por qué has hecho eso? ¿Y eso por qué lo dices?... Pero bueno, me estoy yendo del tema, no me permitáis divagar en exceso que como buen soñador sé hacerlo a lo grande. A lo que íbamos: mi baile.

Mi baile necesita tres magias esenciales: la de la palabra, la de la música y la del movimiento. Pensaréis que la primera es prescindible pero os demostraré que no, atentos:

Elegí la madera de olmo, como sabéis, porque es resistente a la putrefacción en ambientes húmedos. Y os aseguro que voy a sudar y a sacar mientras bailo todas las lágrimas de lo que dentro de mí quiera surgir cual alfaguara: alegría, pena, rabia, belleza, dolor... También porque es dura, hermosa y difícil de hender, como el alma. ¿Y veis la semejanza: olmo/alma? Sé que entre vosotros ya había alguno que se percató de este detalle, ¿verdad?. Sabed que con esta noble madera de olmo elaboraré mi cayado porque es así como bailaré, con el silencio, callado en toda la verdad de mi ser. Y me apoyaré en el ca-ya-do para no ca-er-me y bailaré, bailaré y bailaré hasta que todo se purifique.

El espectáculo está apunto de comenzar. ¡Muchas gracias!




8 de febrero de 2014

La canción latido de Sena



Photo credit: Pablo Gómez Leal / Foter / CC BY-NC-ND



El corazón habita un hogar oscuro,
dentro de ti, en lo invisible.
Concretamente en tu pecho.
Cierra los ojos, siéntelo.
¡Palpita!
Ahora eres tu propio corazón
y el corazón no ve con la mirada
pero observa
y actúa.

No sabes otra cosa que abrirte y encogerte,
no sabes otra cosa que vaciar y llenar tu alma,
no sabes otra cosa que florecer y replegarte,
no sabes otra cosa que el perpetuo movimiento de tu ser.

Eres la esencia vaporosa de una acción continua,
un no pararte ante nada,
tuyo es el amor, tuya es la vida,
¡palpita!
Ama, late, yace.



Hacía años que no espiaba cantar a Sena en los tejados del Amaraun en una noche sin luna. Solo su vestido blanco reflejaba la poca luz que podía recoger. Pensé que su vestido era como el corazón sobre el que cantaba, que atraía la luz y la reflejaba, que daba y recibía; incapaz de hacer nada más. No era un corazón de músculo y sangre, era un corazón de luz y tejido. Y entonces, como en una revelación mística o en una locura brillante, sentí palpitar toda la energía invisible que fluía a través de la noche, y me sentí dentro de ella, en lo invisible, concretamente en su pecho. Cerré los ojos y palpité. Sentí diastolizarme (o llenarme) y opté por bajar de aquel tejado en una sístole respetuosa y calma.

Las canciones de Sena siempre me mueven, son la esencia vaporosa de una acción sin fin. Pero son sus canciones, y sentí vergüenza de oír su latir a escondidas. Así que cuando bajé a la calle y me alejé lo suficiente vomité toda aquella sangre, dejando en el suelo un charco incoloro donde se reflejaba el cielo nocturno.
Después corrí y corrí y no me paré ante nada, y sentí que mío era el amor y que mía era la vida, y palpité como pude con los pies sin dejar de correr: el pie derecho diastolizaba y el izquierdo sistolizaba. Y en la oscuridad de la noche tropecé. Y me dejé yacer en el suelo con el rostro carmín y azulado, pendiente del ritmo de mi respiración, incapaz de hacer nada más.


10 de noviembre de 2013

Sena y la oniria (Sanación)



Photo credit: teo_ladodicivideo / Foter.com / CC BY-NC-ND


-Todo esto es lo que te puedo contar, a partir de aquí el resto de la historia tiene 2 versiones que no conozco, la de Jonás y la de Alhadira -dijo Praix a Sena mirando hacia ningún lugar.

Sena asintió con la cabeza y se acercó hasta el camastro en el que entre pequeñas convulsiones parecía soñar Jonás. Habían pasado un par de horas desde que le aplicara el aceite de oniria y, después de conocer la historia, era el momento oportuno para una imposición de manos. Le pidió a Praix que viera lo que viera, pasase lo que pasase, no se acercara a ellos y mucho menos se le ocurriera la idea de tocarles. Sena cerró sus ojos con lentitud de caracol mientras juntaba las palmas de sus manos a la altura de su pecho. Pasados unos minutos separó sus manos posando una en la cabeza y la otra en el pecho de Jonás, sus labios temblaron alguna oración y el aire de la estancia se volvió denso y cálido como un río de lava. Praix se inquietó y miró hacia la puerta como si una amenaza externa fuera a entrar de un momento a otro, Sena palideció y Jonás se puso rígido como una barra de acero.


Miles de imágenes comenzaron a rebosar dentro de Sena, imágenes de recuerdos que no le pertenecían: una danza en un círculo de fuego, boxeadores en un parque, confetis entre luces de colores, un chicle en una zapatilla, un grito en la cima del mundo, un coche en el bosque, té y jengibre, pan de chocolate... Cientos de imágenes que Sena apenas podía relacionar ni comprender. Se dejó inundar por ellas y evitó su comprensión. Praix observaba el rostro de su amiga cambiar y mezclarse entre lágrimas y sonrisas, entre muecas incomprensibles y gestos absurdos e intentó no preocuparse.

Sena sabía qué hacer. De los imaginartesanos aprendió a crear como ellos, aún no era capaz de mantener una proyección como es debido pero podía hacerla visible durante unos segundos. Y en ese mismo instante, mientras seguía inundándose de imágenes ajenas, se le ocurrió que quizá podría crear una proyección dentro de su amigo, una proyección con la suficiente fuerza como para sanar el disparo. Y lo hizo:

Una mujer aún sin nombre y con ropa de mariposas caminaba descalza por el lado de un puente mientras el sonido de un banjo acompañaba la escena, por el otro lado avanzaba Jonás trajeado con globos. Al llegar ambos al ábside no se abrazaron, solo se miraron, se dijeron un sí y saltaron al río, hacia su desembocadura.




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El puente de los abrazos





31 de octubre de 2013

El puente de los abrazos




Photo credit: tetegil / Foter.com / CC BY-NC-SA


En aquella parte de Entremundos había muchos tipos de puentes pero éste formaba parte del paisaje, lo enriquecía. Era uno de esos tipos de puente que imaginas cuando piensas en la palabra: Construido en piedra, con arcos apuntados; un puente curvo, con pretiles y calzada; un puente que une las dos orillas paralelas de un río; más que eso: era un puente de peregrinos. Me quedé suspendida sobre la rama del arce, elegí este árbol porque me fascina su otoño, pero la rama cedió por mi peso hasta quedarse la parte inferior en contacto con el agua. De vez en cuando me salpicaban algunas gotas y dos ramitas comenzaron a chocar entre sí haciendo un sonido constante de claqueta. Aquel ruido acabaría delatándome. Decidí cambiarme de rama o de árbol pero una sombra invadió el puente y me quedé, tan quieta como un jugador de ajedrez concentrado en un movimiento importante me quedé. Pensé, y creí, que mucho más natural acabaría pareciendo el ruido de un par de ramas que chocan entre sí mecidas por el agua que los movimientos de un cuerpo haciendo el mono, así que me quedé donde estaba, con suerte y la ayuda de la penumbra no me verían. Unas gotas de agua me salpicaron a la cara, las ignoré, como también ignoré el frío que intentaba invadirme, el sitio elegido se había vuelto incómodo pero ya no había marcha atrás. Creo que era Alhadira la que comenzó a avanzar hacia el ábside de la calzada del puente desde la margen izquierda, me pareció que llevaba el pelo cubierto con un gorro de lana de color gris y un abrigo ajustado, Jonás iba a su encuentro desde el lado derecho ataviado con un comando oscuro. Se pararon un segundo, como indecisos, después se abrazaron, un abrazo de reconocimiento y búsqueda aunque a mí me pareció el abrazo de dos seres perdidos. Alhadira se quedó mirando hacia el origen del río mientras que Jonás lo hacía a su destino. A mí esos detalles me llaman mucho la atención y te diría que me pareció un gesto muy simbólico: ella mirando al pasado, él al futuro, y el presente representado como un abrazo sobre un río imparable. Menuda imagen, ¡qué fuerza!

En mi humilde opinión, que a pesar de ser humilde lleva consigo el peso de todos los siglos vividos, y ya son muchos, los abrazos son tan bonitos como peligrosos, tienen un lado oscuro. Te hacen mirar por encima del hombro de la otra persona y en dirección opuesta, por eso pienso que es mejor cerrar los ojos en un abrazo. Desde donde me encontraba no distinguía sus ojos pero tengo mis intuiciones sobre aquel encuentro, como buena guardiana me las guardo para mí pero ya se verá.

Sé que la función de un enlazador es coser coincidencias, hechos, sueños, señales… Y quizás Jonás sea el mejor de los últimos tiempos pero créeme Ventura que esta vez no se enteró de nada, parecía que el río fluía por su corazón y por su cabeza en vez de por el cauce. Y ahora viene lo extraño, la razón por la que te cuento todo esto: Jonás y Alhadira decidieron dar un paseo bordeando el margen por el que yo estaba escondida. Creo que Jonás se había olvidado por completo de que yo andaba por allí esa noche y estoy segura de que no me vieron pero sí que miraron hacia donde me escondía, era imposible obviar el clac clac de las ramas. Estaban muy cerca y pude escuchar sus palabras. Jugaron a que aquel ruido era el sonido producido por algún duende o ninfa, o alguno de esos seres imaginarios en Entremundos, que aplaudía de alegría por el reciente encuentro y Jonás le propuso a Alhadira que le pusiera un nombre. ¿Y sabes qué nombre se le ocurrió? Efectivamente, ese mismo. Podía haberse inventado mil nombres pero no, Alhadira dijo: ¡Aya!

Me quedé de piedra, como Gabriela.



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16 de octubre de 2013

Aya en la orilla




Photo credit: ellhoisa / Foter / CC BY-SA


-Aquí en Járiga tenemos a bien el uso de la magia y no necesitamos la mayoría de los artefactos rudimentarios que usan en Entremundos. Para que nuestra magia sea eficiente en aquel lugar hay que convertirla o traducirla como si fuera un lenguaje diferente, por decirlo de la forma más precisa posible -explicaba Praix a una niña con mirada de mujer atenta a sus palabras-. A Alhadira le llegó el mensaje enviado desde los tubos óricos a modo de publicidad, por correo electrónico, un boletín para un curso de teatro. No necesitas saber qué son estas palabras, te baste saber que los hilos de los telares de Ílade harían el resto. Deberías saber también que esta parte de la historia se hubiera quedado oculta, más bien a las orillas, como deambulando, si Aya no le llega a contar a Ventura qué pasó en aquel lugar. Los guardianes no son muy dados a contar detalles de sus trabajos pero algo sucedió para que Aya no pudiera contenerse. Fue el mismo Ventura el que me contó los hechos tal y como se los relató a él:

Llegué a aquel puente un par de horas antes. Paseé por ambas orillas, el río bajaba con fuerza y caudaloso. Era final del invierno en Entremundos y el frío se dejaba ver como si fuera el humo de una hoguera inversa. No había decidido el lugar desde donde protegería el encuentro y me quedé sentada sobre el pretil del puente durante un rato, sumida en mis pensamientos. Había una parte mía a la que no le gustaba que ese “sin raíces” de Praix me hubiera enviado a este asunto, sin embargo debía reconocer que era un tipo listo, sabía que nunca le haría un favor por su condición, no me gusta la gente sin apellidos, pero a pesar de todo me guarda respeto y jamás me dirige la palabra, siempre se acerca a mí con un interlocutor, como tú por ejemplo, y le habla y le mira a él, ignorándome por completo; y eso me hace bien, no puedo ir en contra de mi naturaleza divina, repudio a todos los hombres como él, a todos los que han nacido como mala hierba engendrados en una semilla. Si supieran como yo cual es el origen del primer hombre de ese tipo… Pero los tiempos han bailado tanto que algunos de ellos casi merecen mi respeto. Ojalá no tuviera estos pensamientos benevolentes hacia esos seres, ¿no puedes entenderme, verdad? Se me retuercen los adentros solo de sentir algo así. No, no puedo luchar contra mi naturaleza. Pero dejémoslo aquí.

El tiempo se me pasó como arrastrado por el río, el momento del encuentro se acercaba y decidí guarecerme en las ramas bajas de un arce. Debe ser que en los telares de Járiga se urden las coincidencias del mundo, porque casi me vuelvo humana del susto cuando Alhadira me llamó por… Me estoy adelantando a los hechos, y es preciso seguir su orden.




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