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Sena vivía su condición de niña eterna de la forma más digna que encontró a través de los años de prueba y error, de aceptación, de lucha, de resignación y las otras mil maneras de aceptarse y rechazarse a sí misma que experimentó en su larga vida. Porque Sena jamás crece, es una niña, pero es una niña de mirada augusta y severa, rostro dulce como arrope y largo pelo como noche.
Tantas veces se enamoró la desdichada de niños que crecieron... Y lo que es peor y más dura en el tiempo de su existencia, de hombres que no son capaces de ver otra cosa que una niña, y no una mujer encerrada en un cuerpo superado.
Una de esas noches en la que ella solía cantar en los tejados del Amaraun me descubrió en mi espionaje atento y emotivo. Me dijo que lloraba y cantaba porque siempre se entregaba al amor todo cuanto podía, que la mayoría de las veces era breve y no duraba más que unos cuantos años. Y me dijo:
“Lo voy a dejar rodar por el borde de mis días hasta que se caiga, ¿de qué otra forma voy a conseguir que se abra?
Hablo de mi corazón de almendra o de nuez o de avellana o de castaña, depende del día. He comprobado, querido Jonás, que se descascarilla a menudo pero que nunca llega a romperse. Y yo quiero que se rompa.
Y quiero que se rompa para que alguien se coma su fruto, para que después de hacer todo el feliz proceso de digestión, de absorber nutrientes y vitaminas, me devuelva de nuevo al mundo cuando ya le parezca una mierda.
Así es el ciclo, pero… ¡Qué sepas que mi propósito es hacer crecer una flor o una lechuga, me da lo mismo, siempre y cuando vuelva a ser comida por otro animal!”