20 de noviembre de 2011

Meditabundo



Imagen de BengLim's (Stock.xchng)


Cada persona, cualquiera de ellas, tiene el feroz impulso de contar historias. Por eso las devoran. Aquí en Járiga, las hay que pasan horas frente a los Cristales Fluidos contemplando impasibles los teatros de artificio y la falsa emoción de disfrutar siempre de sus desenlaces eternos y nodos de mil nudos. Pero no todas las historias valen, es necesario saber contarlas bien. Te darás cuenta, joven Jonás, que la mayoría de las personas que te encuentres se trastabillarán mientras cuentan su relato; eso se debe a que tienen un extraño miedo a llamar la atención. No siempre fue así, tú lo sabes, pero desde que se movieron los imanes que hacen flotar al mundo, y los Mamus se mezclaron con nosotros, la gente piensa que roba el tiempo de los demás y sus historias se tornan breves e insustanciales. No saben sostener la mirada y sus relatos se caen al suelo, después te muestran sus trozos con tanta prudencia, por miedo a herirse, que has de imaginarte la copa. Sin embargo, en su interior, eso se ve en los ojos de algunos, querían mostrarte un florero u otros objetos dignos de un buen artesano. Los imaginartesanos son los únicos que mantienen su oficio con cierto equilibrio pero ya no les resulta tan fácil. Pregúntales a ellos, Jonás. ¿Sabes? Tienen miedo. Jamás lo tuvieron y ahora...

La Niña-Reina contuvo aire de altos montes en sus pulmones. Me miró, y agua que jamás conociera lodos corrió por sus ojos. Poco a poco dejó escapar el aire contenido y continuó.

Ahora, ahora crean cosas para defenderse de los Mamus. Son objetos peligrosos, artificios de la locura y el miedo. Cántar, soñador y delicado, creó un sueño de cristal blando y se metió dentro de él. Ya nadie puede tocarlo y él tampoco toca a nadie. Y eso es una pena, porque Cántar es un imaginartesano de la curación. De su arte han salido cosas tan importantes como los Raíles Óseos, que curan la rotura de huesos, o los Tílilos, pequeñas estrellas que penetran la piel dándole calor para aliviar las dolencias musculares. Roún, el besador de azules, lleva un tiempo, ya impreciso, escondido en alguna nube. Nadie lo ha visto, nadie sabe nada de él. Roún fue el ganador del último concurso en las fiestas de otoño, creó la “Lluvia de las estaciones”. Fue tan hermoso, Jonás -dijo La Tejedora con su sonrisa de luna-. Durante cuatro periodos de diez ciclos, una lluvia de colores infinitos y gotas tan grandes como fresas fueron cayendo sobre la ciudad, ora pintando el invierno, ora la primavera. Incluso en los tejados de las casas y en nuestras ropas crecieron las flores y los girasoles, o nevó. Deberías haber estado aquí.

Recordé el año anterior cuando Trámez desapareció junto a la hermosa Babilónica. Ya entonces sospechábamos que algo no andaba bien en Járiga, pero ahora estoy aquí, oyéndolo de los labios hortenses de la Niña-Reina. Me imaginé cómo tuvo que ser el espectáculo ofrecido por Roún durante un rato hasta que quien me hablaba me devolvió a su historia.

Se me hace extraño Jonás pero no me apetece seguir hablando. Me gustaría verte pasada la luna, ¿te parece?. Y sin esperar mi confirmación, la dueña del Amaraun desapareció. Yo me quedé pensando en Roún y Cántar, también en Trámez. Y luego me vino a la mente Sofía, la creadora de copas cantarinas. La puerta de la sala del Amaraun se abrió muy despacio y yo salí por ella, meditabundo.




13 de noviembre de 2011

Mi moneda argéntea



He sacado del bolsillo la moneda que guardo para las decisiones difíciles. Es de plata y tiene un agujero en el centro por donde puedes mirar el mundo. Hace mucho tiempo que decidí usarla, antes pedía consejo (aún lo sigo haciendo) y sobre lo que me iban diciendo armaba un puzzle. Bueno, estaría bien decir que armaba varios puzzles que a su vez se convertían en nuevos rompecabezas. Pero desde que encontré la moneda argéntea...

La encontré caminando una mañana fría de otoño por la orilla del río Graa, centelleó entre los brillos del mismo río. Pensé que quizá podía ser la piel plata de algún barbo común o una mota de polvo galáctico, me incliné más hacia lo segundo. Estoy seguro que la gran mayoría del polvo que brilla en el aire es esperma de asteroides. Además, los barbos están dentro del agua y son dorados, mientras que este brillo se hacía ver en la misma orilla, donde la tierra y el agua empiezan y terminan. No creo que los barbos muertos se argenten, los muertos ya no saben hacer nada.
Me acerqué hasta donde la orilla deja de existir, es una delgada línea invisible e infinita entre el agua y la tierra, y recogí la moneda. Era de plata, de vieja plata.
La guardé apretadita en mi mano y volví a caminar.

Desde entonces es la moneda que guardo para las decisiones difíciles. Es una moneda muy especial: de plata vieja, tiene un agujerito en el centro por donde puedes mirar el mundo y es plana, sin dibujos ni relieves por ninguna de sus dos caras.

Hoy la tiré hacia el cielo, por un momento parecía un barbo común saliendo del agua, aunque plateado. Después se convirtió en campana y badajo a la vez rebotando contra el asfalto. Quedó quieta, mostrándome el camino en el eco metálico de su tonada, y aunque yo ya lo sabía me lo volvió a decir: 


“Has tomado la decisión correcta, te has vuelto a equivocar”.



Ilustrado por Maria Pan

5 de noviembre de 2011

He dejado un amor en el mundo



“He dejado un amor en el mundo
a salvo de los peces y de los pájaros,
a salvo del tiempo y la monotonía.
Lo he dejado a salvo de cualquier peligro,
por eso no puedes poseerlo,
y por eso no lo puedes retener,
pero puedes sentirlo,
casi te parecerá tocarlo.
Pero no es tuyo, ya no, y tampoco es mío, que va.
Lo escondí dentro del pez, centellea en sus escamas.
Lo dejé oculto bajo las plumas que el viento acaricia,
en los mismísimos pájaros. Y también donde el tiempo,
ese espectro ataviado con anteojeras que relincha y todo arrasa.
Y en la monotonía, en ella también; en ella que se nos hizo tan larga.

He dejado un amor en el mundo.”



Esta era la canción que cantaba en las azoteas del Amaraun la Niña-eterna. Sena, ese era su nombre. No puedo precisar si la conocí antes a ella o fue a Praix, el chico sin apellidos. No sé. No importa. En cualquier caso, cuando Sena cantaba sus canciones toda mi sangre acudía despavorida a coagularse en mi pecho. Mi corazón se quedaba todo el tiempo que duraba la canción quieto como un camino, y tan en silencio que no sabía si se había muerto o quería convertirse en abismo. ¡Qué voz! ¡qué voz desgarrada y augusta se derramaba por su garganta! No podéis imaginarlo. Todavía debe seguir derramándose como ríos que nacen en copas cristalinas.

Hace ya mucho que no me oculto al abrigo de las sombras para deleitarme con su canto, no lo hago porque me parece que de alguna manera estoy escuchando algo que no ha sido creado para tal fin. Son los llantos de Sena, se los dedica a las noches sin luna. Fabulo que ella cree que cuando no hay luna, la noche está desnuda y le presta más atención. Ella no llora, yo sí, porque hice mía su canción.



Dibujo de Maria Pan

29 de octubre de 2011

Equilibrios en la línea del horizonte



Imagen de Chirnoaga (Stock.xchng)



A Jonás vuelve a dolerle su alma de enlazador. Esta vez se la ha llevado el viento. Mejor dicho: su alma, hecha viento, se le ha escapado al abrir los ojos. Fue con la alborada tierna de un sábado de Octubre, en Entremundos. Despertó ya sin ella y como todo el mundo sabe, cuando te quedas sin alma te duele la cabeza. No es un dolor convencional, es algo parecido a una molestia profunda que logra desorientarte aún teniendo en tu poder los mapas del reino. Así se encontraba Jonás, perdido en si mismo.

La conversación telefónica de la noche anterior tenía mucho que ver con su estado, o quizá la cicatriz oculta en su ceja derecha. Jonás siempre quiso ser pirata, esa pequeña cicatriz -pensaba él- era el comienzo de su proceso de tortura. Intentó definir mejor el término, no era tortura sino ¿tortez?. Jonás empezó a imaginar cómo se denominaría la “habilidad” de estar tuerto: Tortez, tortura, monovidencia...  El caso es que le apetecía presentarse en sociedad como uno de esos piratas con parche en el ojo; dicho sea de paso que la pata de palo no le gustó jamás. Cuando era pequeño un tío de su padre tenía una pierna ortopédica y aunque le llamara mucho la atención no le gustaba cuando se la encontraba sola y sin su dueño. Pero un parche en el ojo, eso era otra cosa.

A Jonás se le extraviaban los pensamientos por los cerros de los Montes Cautivos con la facilidad en la que una ardilla sube el tronco de un árbol o cruza una carretera, y en ese momento perdió uno que jamás volvería a recordar y del que siempre se le quedaría el recuerdo de su olvido. “¿Le pasará a más gente? Me refiero a eso de acordarse de que olvidaron algo para siempre, ¿le ocurrirá a alguien más?”.

Jonás se puso a mirar la línea irregular del horizonte al tiempo que se tapaba con la mano el ojo, como un pirata. No digo que ojo se tapó ni que mano usó, porque anduvo haciendo muchas pruebas e incluso se pasó un brazo por detrás de la cabeza para taparse el ojo contrario a ese lado. Jonás había pensado que el horizonte podía servir como unidad de medida, así podía decir que el Amaraun se encontraba a trescientos horizontes de donde él estaba. Aunque también sabía que el horizonte no siempre medía lo mismo. “¿No es maravilloso? Una distancia que no siempre (casi nunca) mide lo mismo y que, sin embargo, siempre utiliza la misma unidad de referencia.”
Y Jonás empezó a pensar que quizá los horizontes no eran de gran utilidad para medir distancias, o quizá sí...

Sabía de las cosas que solo se pueden medir con expresiones como: mucho, mogollón, poco, nada, etc. Así que imaginó que el odio, el rencor y todo ese tipo de sentimientos aumentan la distancia de horizonte entre personas, mientras que el amor y cosas así, la disminuyen. A partir de ahora mediría sus sentimientos en horizontes.

Jonás retiró la mano que tapaba su ojo y luego cerró ambos. Algo regresó a él, quizá su alma, y poco a poco se disipó su dolor de cabeza. “Si hay un horizonte los paisajes se quedan por debajo, tan bellos e indescifrables; y por encima, la inmensidad incomprensible.”
Jonás solo quiere caminar, y sabe que el horizonte siempre ha estado ahí, frente a sus ojos; sonríe y se pone en marcha. Jamás llegará hasta él, pero está tan cerca.

21 de octubre de 2011

Sena




Con un largo y cómodo vestido amarillo salió Sena por la gran puerta de la ciudad amurallada. La niña eterna ⎯así la llamaban⎯ se paró en seco en mitad del camino y contempló el movimiento vertiginoso que causaban los negocios dispares y alocados citados a la entrada de Járiga, miró en rededor hasta que sus aniñadas pupilas quedaron prendidas en el único ser que no participaba del mercadeo. Se dirigió hacia él decidida cual guepardo hambriento.

Ventura se quejaba en silencio aún del dolor mientras secaba con el dorso de una mano las lágrimas insurgentes y, con la otra, palpaba el tobillo en busca de sangre arcillada al contacto con el basto tejido de los calcetines. Alzó la mirada lo justo para contemplar el mundo que a su alrededor se movía y vio a una niña con un elegante vestido amarillo acercarse hacia donde él estaba. No parecía que el tobillo hubiera sangrado. Sería una niña pero, a Ventura, le daba toda la impresión de que venía a cobrarse algo, al menos ese era el lenguaje de sus decididos pasos. Y él no recordaba deberle dinero a ninguna niña y tampoco a ningún padre de ninguna niña, ni a nadie. La sensación era tan incómoda... Ventura notaba las pupilas de aquella niña enfocándole como objetivo y a ella misma como proyectil, jamás se sintió diana tan cierta.

Las personas eran hitos quietos en una carretera al veloz paso de Sena. Como si su caminar fuera lava volcánica no había nada que la entorpeciera. Sin siquiera un jadeo llegó.

⎯Ni te muevas, no sigas buscando explicaciones, han sido los Mamus. No tienes heridas, tranquilo. Sígueme. - Dijo Sena a Ventura como un adverbio sin tiempo.

⎯ No es que me guste mucho la idea de seguir a una niña desconocida, y no pienso hacerlo, pero aunque por remoto deseo así lo quisiera, no puedo hacerlo con este horrible dolor.

⎯¡Oh, ese horrible dolor! ⎯ Exclamó Sena, elevando después con sana malicia ambas comisuras. ⎯ Y no soy una niña, que te quede claro.

Sena se clavó de rodillas frente a Ventura, sin apartarle la mirada y con gesto de seda acercó sus manos como un bebedero invertido hacia el tobillo dolorido, despacio, muy despacio.

Todo el dolor de su tobillo desapareció como un tiempo pasado. Ventura agarró la mano se Sena. 


Aire, espacio vacío. Ninguno de los dos seguía allí.




18 de septiembre de 2011

A las puertas de Járiga




El solitario camino que recorriera Ventura fue descargándose en nimbos que llovieran gentes, carretas, animales de tiro y ruidos encontrados. Cabizbajo y lleno de tedio como el primer día, avanzó mirándose los raídos zapatos de pita y ese extraño material gomoso traído de Entremundos por enlazadores y viajeros eventuales. No quiso alzar la cabeza ni siquiera para contemplar las murallas que fortificaban la ciudad. Ciudad que figuraba la esperanza de muerte al tedio que ya formaba parte de su autorretrato.

⎯¡Vendo lo que tu cuerpo necesita! ⎯Dijo una mujer con voz de sinuosidad serpentina. La relevó una voz masculina: ⎯¿Tiene sed el caballero? Llevo en mi bota algo mejor que el agua...

Las voces se sucedían entre suplicas, ofrecimientos y ofertas apetitosas, pero Ventura hacía caso omiso de los significados de las frases melosas y solo caminaba hacia adelante como un borrico decidido. Algo le golpeó en el pie y cayó al suelo como un árbol en mitad del bosque. Nadie quiso darse cuenta de que un hombre yacía sobre el firme en llanto dolorido, nadie quiso acercarse hasta él para prestarle ayuda, y Ventura pensó que realmente, entre tanta gente, el único ser que existía debía de parecerse mucho a dios: Crees notar su existencia pero te ignora todo el tiempo.
Ventura sabía de los dioses por los cuentos que llegaban de Entremundos y de la historia antigua de Járiga, eran historias atractivas que cambiaban con los ciclos humanos. En Járiga ya hacía tiempo que se habían rendido a la evidencia de que los dioses eran verdades absolutas cíclicas, que podían durar en el imaginario de las gentes dos o tres mil años y que luego cambiaban. Lo único que perduraba como verdad de todas las religiones transidas era la fe, la necesidad de la fe como bastón universal del ser, la fe como unidad de los mundos. Y Ventura tenía fe. Fe, tedio y dolor en distinto porcentaje dentro de si.

Algo le había golpeado el pie derecho con la fuerza de una bestia imaginaria. Los veloces soldados de la escuadra del dolor avanzaron con vivos gritos de guerra hacia el cuartel de contra-información arrasándolo todo, y Ventura emitió un ahogado alarido que despegó desde el suelo hacia el cielo con la velocidad de una rapaz en picado. Mucho tiempo pareció pasar hasta que el dolor cesó lo necesario para que se levantara de la tarima de polvo rojo con los ojos encebollados y el gesto tan arrugado como la palma de la mano en un puño cerrado, caminó cojeando, como pudo, hasta un improvisado asiento en una roca orillada en el camino y allí se quedó contemplando el fluir de las gentes mientras se preguntaba qué demonios le había golpeado.





7 de septiembre de 2011

Noche y día




Fue por el Oeste donde el beso carmesí del Sol ruborizó el horizonte, el coqueto firmamento mudó su traje de agua por la elegancia de los astros, la noche llegó tibia y el viento no transportaba humedad en sus tinajas invisibles. Ventura sacó de su zurrón la navaja y el ovillo de guita y lo llenó con hierbas tiernas que arrancó a mano de los bordes del camino, se tumbó en una plana extensión encabellada de vetiver y usó la alforja como almohadón de sueños. En contacto con la tierra que horas atrás le hubo mostrado sus temores se quedó mirando a los ojos cerrados del día. Apretó entre sus manos arena suelta y así le preguntó a las estrellas:

⎯¿...?


Ellas le respondieron de igual manera. Ventura se durmió entre los pachulis verdes, sobre sus largas raíces escondidas, bajo el negro océano de puntos suspensivos, al abrigo tibio de la noche y su silente beso.

Fue por el Este por donde abrió los ojos Ventura, el horizonte se había dado la vuelta mientras dormía. Se desperezó como una civeta, vació su zurrón y anduvo de nuevo por el Camino Real. Tras dos hora y media de camino, aunque el tiempo ya no podía ser medido, la senda que transitaba se volvió roja de ocasos y rubores. Y ante sus ojos, estática de lejanía, se dejó ver la ciudad.

El tedio es un bochorno en el espíritu que va dejando lacio el ánimo, pensó. Recordó la taberna de La Curia en una nebulosa blanquecina y el camino andado como si no lo hubiera recorrido él mismo. No sabe cómo, pero el árbol quieto y deshojado se había vestido en su memoria con las plumas del ave que cruzó el celeste, agitaba sus ramas emplumadas y en su vaivén hacía temblar a la tierra; y en su memoria también, los silencios eran vainas abombadas por semillas de paz y quietud. Ventura miró a lo lejos sin ver, hallando en las curvas oleicas del viento el bravo rumor de una gran ciudad que despertó quizá mucho antes que él.





27 de agosto de 2011

Del estruendo que todo lo mueve




Después de varias horas de camino un estruendo repentino quebró el plácido mundo, todito envuelto de tedio, sobre el que se desplazaba Ventura. No parecía un trueno, pero su sonido se propagaba alrededor de los vientos y los vacíos como tal: inmenso y omnipresente. La tierra comenzó a tiritar como un hombre mojado y desnudo en las tierras heladas. Y tanto se asustó Ventura, que buscó cobijo en el mismo centro del camino, como si ese lugar, y no otro, estuviera cubierto por un manto protector que lo salvaría de quién sabe qué. Allí permaneció, echado en el suelo como fruta madura durante al menos un tiempo no medido. Incluso después de que se detuviese la espasmódica danza de la tierra, y la rugosidad que traen consigo los terremotos dejara despeinados los llanos de la cuenca del Río Graal, permaneció echado en el suelo, moviendo el polvillo del camino con su respiración agitada. Era la primera vez que experimentaba un temblor de tierra y los gusanos de la superstición entraron por sus orejas y por su boca confundiendo su cerebro con una manzana apetitosa.
“Los vientos han traído consigo los ecos de los dioses muertos, quieren atemorizarme por romper con mis obligaciones de tabernero, por quebrar el curso de mis tareas...” Así empezaron a aparecer oscuros pensamientos en su cabeza, relevándose los unos a los otros entre el temor, la inseguridad y quizá el dolor. Y entre tantos pensamientos oscuros, solo una determinación: Llegar a la ciudad de Járiga.


Así que Ventura se levantó cual chaparrón estival dejando atrás cualquier indicio de temblor posible. Pensó: “Si tiembla la tierra que es grande y fuerte, si tiembla la tierra que estuvo aquí en el mundo mucho antes que yo, si tiembla ella... Si solo por un abismal azar su grotesco tiritar no tiene nada que ver con los vengativos dioses, los buenos dioses, y tiembla por el mismo tedio lento que a mí me vuelve, como a ella, madre de cosechas en mi quietud... Si solo por una remota posibilidad tiembla por eso... Yo llegaré a Járiga”.

Y Ventura siguió caminando.





13 de agosto de 2011

Del árbol quieto y deshojado




Apenas si caminó doscientos doce metros cuando se topó con un árbol esquelético al que se le notaban incluso las raíces. Ventura lo miró de arriba a abajo con los lentos ojos que amasan el secreto de una piel ajena, y seducido por los amplios pliegues que cincelaban su corteza pensó en lo quieto y en lo viejo, en el ser y el estar de aquel ceniciento enjambre, que más se asemejaba a los rayos de mil tormentas, invertidos e inmortalizados en piedra, que a ramas deshojadas. El silencio quedó prendido de los tallos desnudos sustituyendo a las hojas ausentes, mientras Ventura observaba en la copa del árbol una queda danza, mecida por el compás amalgamado de un viento travieso y suave. El sol vertía miel sobre los campos de gramíneas, tímidamente quebrados por angostos caminos de mieses aplastadas, quizá por el paso de labradores o quizá de chiquillos, cuando una gran ave de alas desplegadas hizo parpadear la luz con su sombra. Ventura salió de la hipnótica danza elevando un poco más su mirada, vio al ave atravesar el celeste hasta perderse en picado tras los oteros del norte. Y fue entonces cuando le preguntó algo a aquel árbol viejo, algo sobre el tedio y el otoño que se vislumbraba en su copa, algo sobre la quietud de su tronco y la huida ciega de sus raíces hacia el exterior de la tierra. Pero el árbol deshojado guardó silencio, y Ventura siguió caminando.

El camino real que conduce hasta la enigmática ciudad de Járiga estaba flanqueado por áureas tierras de cultivo que se atrevían a recortar en flecos las faldas de los Montes Cautivos. Ni una sola nube dejaba mácula de sombra sobre los suelos sembrados y ni una sola nube había en el cielo, porque sobre el cielo solo existía cielo y nada más que cielo y sol. Salió entonces desde el borde del camino una voz de modulación cansada que cantaba una canción sin letra, y Ventura contempló a una mujer que araba con sudor de hembra poderosa un trozo de tierra yerma. En nada quería pensar y en nada pensaba, toda su pretensión era dejar un hueco en cada instante para que el tedio lo rebosara con su espuma seca, sin embargo se acercó hasta la mujer.

-¿Cómo te llamas? -Preguntó.
-Mi nombre es Árida Márquez y soy sembradora de silencios.
-¿Y cuándo es el tiempo de cosecha de tus silencios, Árida?
-Cada día. Hoy mismo he recolectado varios tan hermosos como niños redondos que sonríen lunas entre la carne roja de sus labios.
-Pues nada veo crecer en esos surcos de siembra con los que andas peinando la tierra- dijo Ventura con tristeza y compasión. -Será que tus silencios crecen con hastío o que sus raíces son de aire o que siembras en un trozo de tierra yerma, pero nada veo crecer ahí; solo profundas heridas en la tierra. ¿Querrías enseñarme esos frutos de los que hablas?
-Sigue caminando desconocido, llevas tanto tedio sobre ti que no eres capaz de contemplar con regocijo ni siquiera una flor, ¿cómo podrías ser capaz de apreciar el embriagador aroma de mis silencios?

Y Árida Márquez guardó un silencio sobre el que Ventura siguió caminando.





3 de agosto de 2011

El Tedio Atmosférico



Ventura empezó a enloquecer cuando al abrir el grifo el trapo se empapó con un amplio chorro de tedio, dibujó con él elipses irregulares de un brillo efímero sobre la barra de roble con desgana y miró a la clientela con ojos de murciélago. Uno de los clientes intentaba llamar su atención golpeando la madera con una moneda de manera distraída pero insistente. En un día normal, ese repiqueteo alteraba su calmada compostura casi hasta la exasperación, lo llamaba el mantra del los mil diablos, pero hoy ese sonido se había vuelto invisible, lejano e imperceptible como el quebrar de una semilla.


La cerveza de luna tiene un color grisáceo, un sabor delicado y espuma espesa y abundante. Es la bebida más consumida en Járiga y nunca llega a emborrachar, todo lo contrario: despeja las noches mentales y propicia oníricas conversaciones entre las gentes. Apesadumbrado, cual planta marchita, Ventura se dirigió hasta el lugar donde el cliente martilleaba. No le preguntó qué iba a tomar, ya lo sabía, le sirvió una cerveza de luna y dejó sin voz a la moneda dentro de la caja con suave alivio. Pero el tedio colonizaba incluso ese alivio, se propagaba por todo el recinto de la taberna de La Curia como si la misma atmósfera estuviese fabricada con ese elemento: la música sonaba como fino polvo sobre los estantes, las conversaciones se vestían con trajes de sombra sorda en sus oídos, las carcajadas se caían al suelo nada más nacer cubriéndose de petróleo y betún, y las tareas diarias eran una respiración inconsciente que apenas necesitaba atención. “Tedio”, se atrevió a pensar Ventura, sin darle mucho valor al eco impúdico que holgazaneaba como una bestia destructora en el espíritu de esa palabra. Y siguió enloqueciendo con la lentitud de una tortuga coja atravesando el desierto.


Los días se sucedían a si mismos envasados al vacío, tan estancos y perpetuos, tan faltos de detalle que se podía decir de ellos que eran planos e infinitos. Cuando la jornada llegó a su fin, Ventura recogió, limpió y organizó el quieto vendaval que asiduamente asolaba el orden de la taberna. Comenzó limpiando las mesas, luego puso las sillas sobre ellas, barrió el suelo, lo fregó hasta que un brillo mate llegó a cubrirlo por completo y ordenó las botellas en sus correspondientes estantes. Se sentía cansado como nunca. Se dirigió hasta una de las mesas más pequeñas, bajó una de las sillas y se sentó en ella apoyando los codos sobre la mesita y la barbilla sobre las manos entrelazadas. Y se durmió.


A la mañana siguiente los habitantes de Járiga se toparon con una testaruda puerta empeñada en no permitir el paso, la empujaron, la golpearon, la manosearon e incluso le dieron patadas, pero ella se negó a doblegarse y se mantuvo firme en su posición. Dentro de la taberna, la única silla que posaba sus cuatro patas en el suelo era testigo de los forcejeos de los clientes ⎯las demás sillas aún dormían acostadas sobre las mesas ⎯, y sobre ella ya no había nadie. Ventura salió de la taberna mucho antes del amanecer con la intención de amordazar y asesinar su tedio. Se había llevado consigo una navaja con mango de hueso adornado con minúsculas incrustaciones de piedras de color, y un ovillo de guita en un pequeño zurrón; nada más que eso.


El sol, tímido como siempre, envío su avanzadilla tras los Montes Cautivos para que fuera degradando el horizonte hacia los tonos celestes con los que le gusta entrar en el mundo. A Ventura le parecía curioso que una bola de fuego tan inmensa se presentara en la mañana sobre una alfombra de tonos fríos, pero no prestaba mucha atención a sus pensamientos y rápidamente se olvidó de ellos. El tedio no cesaba ni siquiera ante las nuevas sensaciones. Tomó el camino que conduce a Plaza Grande e intuyó la silueta de Gabriela, la suave mujer de piedra. Y diez minutos más tarde había salido del pueblo de Henoc sin toparse con una sola alma en el trayecto. Era la primera vez que se enfrentaba al Camino Real, camino que conducía hacia la gran ciudad de Járiga.




24 de junio de 2011

Nimrod y Jonas (Las consecuencias)




Cuando descubrió que Nimrod se encontraba por todas las partes de su propia conciencia iluminándola con el color blanco, Jonás supo que debía salir de aquel cuerpo con urgencia: Nimrod había muerto. Por eso agarró el hilo que era más grueso que los demás, el blanco de perla pulida, y fabricó un collar. Jonás imaginó que ese hilo era el que almacenaba los últimos recuerdos vividos, pero no sabía si el hecho de haberlo partido en dos había precipitado la muerte del Saksakayan. Jonás se acordaba de toda la experiencia con una nitidez extraordinaria, no se olvida así porque sí la sensación de ver nacer a una persona hacia la muerte. Eso es algo que ni se olvida ni se puede compartir con ningún mortal, nadie lo entendería. De hecho, ni él mismo llegaba plenamente a comprenderlo: lo había sentido, lo había vivido y eso era demasiado intenso para traducirlo a palabras.

Jonás no sabe cómo salió expulsado de aquel cuerpo ni cual fue el poder del collar que fabricó. Lo importante para él era estar de nuevo en Járiga, donde las piedras parlantes son tan ciertas como la mañana y el ocaso. Tampoco se paró a pensar porqué apareció dentro de Nimrod de aquella manera tan brusca y cuál era el motivo de aquel viaje a Entremundos. Fue todo muy rápido e improvisado, nada tuvo sentido entonces y a Jonás le parece que tampoco lo tiene ahora. Quizá cuando corra el tiempo y pueda aplicar el viejo arte de la sincronicidad lo entienda, pero a día de hoy es la única hoja de color en su libreta de hojas blancas.

Lo que Jonás sí que no sabe es que al abandonar el cuerpo del Saksakayan, con el collar del hilo de color blanco de perla pulida, perdió algo. Algo que tuvo que dejar a cambio de salvar su vida. Cuando una persona nace hacia la muerte todos sus recuerdos se borran de su alma. No se borran y desaparecen para siempre sino que se transforman en algo distinto. Solo la Niña-Reina entiende el proceso. Por eso Jonás siente un disimulado vacío que no existe, una especie de apenada ausencia sin concreción. El único recuerdo que compartía con Nimrod, el más intenso dentro de su invasión se volvió cenizas, y con él se llevó también su recuerdo. Jonás ya no piensa, ni recuerda, ni olvida, ni conoce a ninguna Alhadira.

Todos los pasados, presentes y futuros posibles ya son distintos.

18 de junio de 2011

Nimrod y Jonas (Sinestesia)




Un abisal y desgarrador quejido en grito rompió contra las costas de la oscuridad interna de Nimrod. Todo se encendió en su fuero interno, todo fue luz. Nimrod había despertado en su conciencia mientras que su cuerpo permanecía en coma y Jonás se sintió desnudo. No quedaba un ápice de oscuridad tras la que guarecerse, cualquier profundidad en la conciencia de su Saksakayan acababa de ser desprovista de velos; y todos los esquemas estratégicos de Jonás, el enlazador, se desmenuzaban en las aguas del cambio repentino. ¿Serían estas las horas del enfrentamiento? ¿Cómo reaccionaría un alma invadida? ¿A qué tipo de fuerzas tendría que medirse?... En todo esto pensaba el enlazador hasta que decidió poner fin a tantas y tan tontas preguntas, simplemente debía estar preparado, algo tan sencillo como eso: estar preparado. Jonás dejó de sentir temor, dejó de ocultarse y esperó.
Notaba la presencia de Nimrod por todos los lados, allá donde miraba, allá donde sentía, allá donde percibía la mínima expresión de cualquier detalle. Allá, en cualquier allá, todo estaba impregnado de la esencia misma del Saksakayan. Nimrod era todo lo que le rodeaba.


La luz de la conciencia, del espíritu, del alma, del inconsciente, del yo de Nimrod aumentó su intensidad y tomó un mismo color brillante, el blanco. Y fue entonces cuando Jonás pudo ver por vez primera en su vida lo que siempre le habían contado: que en el color blanco habitaban todos los colores. Nunca nunca nunca podría describírselo a nadie porque el poder de las palabras no llega hasta esas tierras. Pero Jonás veía en aquella blanca luz todos los colores sin verlos, los sentía, lo eran todo. Y se supo sinestésico con todo su ser.


Como si le hubieran clavado un cuchillo romo en el pecho se retorció Jonás. Sintió la urgencia de la huida, tenía que salir de aquel cuerpo antes de que fuera imposible. Cuando miró hacia el lugar de los hilos rotos que bordaban la memoria de Nimrod y los vio deshacerse, entendió lo que estaba ocurriendo. Quiso impedirlo, agarró el trozo de hilo que era más grueso que los demás, el blanco de perla pulida, el que él mismo había partido, y lo entrelazó hasta fabricar un sencillo collar que, sin pensar, se colocó en el cuello. Todas sus acciones fueron fruto de la improvisación, de la intuición del mejor enlazador de Járiga, y le sirvieron. Jonás salió despedido del Saksakayan y se encontró de pronto en medio de un camino en algún lugar desconocido. Echó mano al collar y éste se volvió ceniza en sus manos, luego lloró durante días mientras anduvo sin rumbo hacia no tiene importancia.


Pasó casi un año hasta que Jonás volvió a pensar en Nimrod, el quizás vigoroso cazador de las Tierras Azules. Y sobre un puente, mientras observaba el paso de la aguas del Río Graa, reflexionó sobre todo lo que vivió, todo lo que sintió.





10 de junio de 2011

Nimrod y Jonas (Descubrimiento)




La sutileza de lo que parecía ser la voz de Nimrod se convirtió en el grito desgarrador de una mujer intentando dar a luz un elefante. Jonás templó sus nervios, si Nimrod se encontraba en coma y solo podía vivir dentro de su mente o de su espíritu, tarde o temprano lo acabaría descubriendo. Mucho le habló Bohemundo de qué debía hacer en el caso de ser descubierto por un Saksakayan, pero jamás pensó encontrarse en esa situación. Es más, Bochán le advirtió que cada Saksakayan es diferente, tan diferente como tipos de personas, y que todo lo que estaba aprendiendo no eran más que unas cuantas nociones teóricas... Jonás pensó en lo raro que era Nimrod, lo cual no le ayudaba nada a tranquilizarse. Y Jonás, que ya de por si se pensaba pensamiento, pensó con toda la rapidez que pudo en hallar un escondrijo más profundo que la trastienda de la mente de Nimrod. Y encontró el camino...

El grito del quizás vigoroso cazador de las Tierras Azules encendió tenues luces en su propia conciencia y Jonás logró ver un pequeño destello morado en aquel espacio sin formas. Se acercó hasta el lugar de donde provenía aquel destello sintiéndose un ser alado de esos que habitan en libros sagrados de desahuciadas religiones relegadas al imaginario de los tiempos, como un ángel; y entró en él. Una fortísima sensación de contradicciones lo inundó por completo, jamás había estado ni sentido algo tan grande, ajeno y a la vez tan pequeño y propio como aquello. Pensó que debía haber entrado en el mismo alma de Nimrod... ¿Pero existía el alma? Jonás se atrevió a decir que sí, que el alma existía; es más, apostaría su vida en ese mismo instante al sí. Ver para creer, decían las gentes de todos los lugares por donde pasó Jonas. Le vino este dicho a la memoria no como una verdad sino como la tontería más grande nunca dicha. “¡Oh, no... no es ver para creer, es sentir para saber, para conocer!” Eso sí que le pareció correcto. Y Jonás sintió ser la misma diferente persona que Nimrod, y se fundió en él como todas las cosas se funden en el calor extremo. Y no paró de reír llorando, y no dejó de mirar sin ver, y tampoco dejó de sentirse el ser más pequeño del universo ante el descubrimiento más grande que nunca hubiera logrado.

No debía de ser un ser vivo, aquel grito pertenecía a... ni siquiera a una mujer... a “algo” que estaba pariendo una gran e inmensa roca inanimada. A Jonás le dolió hasta en lo invisible, le llenó de pena, lloró. Y tomó una decisión, y se atrevió a ejecutarla.

Nimrod tenía que morir.
Jonás debía matarlo.
Jonás vivía dentro de Nimrod.
Nimrod no iba a permitírselo.
Jonás no contempló más opciones.





3 de junio de 2011

Nimrod y Jonas (Vértigo ciego)




Oyó sirenas y bullicio, palabras que se cruzaban con urgencia... Jonás podía sentir el vértigo a través de los sonidos como un trapecista ciego. La sensación era muy extraña; sin visión: el ruido, las palabras y todos los sonidos se habían vuelto gaseosos, sin forma concreta. Jonás se esforzaba en entender qué había pasado, escuchó: “Hombre, unos treinta años, posible fractura craneo-encefálica, pulso controlado...”; y el traqueteo de pequeñas ruedas deslizándose por un suelo liso. Se encontraba en un hospital. A Jonás le maravillaban los hospitales, se les asemejaban aeropuertos o estaciones de tren, había quien llegaba para quedarse y quien partía para siempre, otros viajaban de ida y vuelta y otros deambulaban por allí con la ausencia o la extrañeza esculpida en sus rostros. Nimrod parecía haber desaparecido por completo, Jonás miró los hilos de los que tiraba: todos rotos, todos menos uno.


Una voz de hombre aguda como un clarinete interpretaba la sonatina que llenó a Jonás de angustia y desasosiego: ⎯ El paciente se encuentra en coma, intentad localizar a su familia ⎯. Y la oscuridad se volvió más negra, y el negro dejó de ser el color más oscuro que conocía, y todo lo que conocía se volvió ajeno, y no había nada más ajeno a Jonás que aquel cuerpo y aquella mente en la que se sentía prisionero. Quiso llorar de rabia, quizá de impotencia, quizá de angustia, pero no lo hizo. En cambio agarró el único hilo que todavía no se había roto y lo partió en dos. Ahora sí que era imposible empeorar más la situación, una vez alcanzado fondo la única alternativa posible era ir a mejor. O eso creía.


La sensación que tenía era la de estar dentro de una habitación móvil sin luz, sin ventanas y sin puertas. No sabía hacia dónde le movían, no podía contemplar los rostros de los que hablaban o cuchicheaban, aquello era un desierto de noche cerrada sin estrellas. Se le ocurrió una idea, quizá... Pero no funcionó. Así que de nuevo optó por volver a tranquilizarse. Alhadira volvió a ocupar sus pensamientos y de paso toda aquella negrura en la que se encontraba inmerso. Contempló su piel de nácar en el perfil derecho de su rostro mientras cruzaba la carretera y sus ojos cuando inconscientemente lo descubrieron. “¿Qué habría sentido?” se preguntó, “¿qué demonios se le pasó por la cabeza en aquel rápido instante?” Jonás repasaba la escena una y otra vez siguiendo la línea de un circulo imaginario. Y un pequeño murmullo, algo como la frecuencia sutil que derrama el universo llegó hasta sus extraordinarios oídos. Parecía... No era posible, no podía ser posible... parecía, a pesar de lo atenuado y lejano que lo percibía, ser la voz de Nimrod. ¿Sería este Nimrod el vigoroso cazador de las Tierras Azules? Y a Jonás se le encendió una temblorosa llama de candil en aquella solitaria obscuridad.





28 de mayo de 2011

Nimrod y Jonás (Causalidad)




El rostro de Alhadira aparece una y otra vez en las imágenes mentales de Nimrod y a éste le parece una mujer muy hermosa. Se esfuerza en ubicarla en algún lugar: quizá la hubiera visto en algún bar o en algún comercio; pero no obtiene resultados convincentes. Y sin poder evitarlo sigue repasando lugares en los que quizá pudiera haber coincidido con ella.


Jonás no quiere pensar, solo intenta tranquilizarse. Si los arrebatadores sentimientos se apoderan de su ser estará perdido mucho antes de que se de cuenta, y no sabrá cómo enfrentarse a Nimrod. Bohemundo le advirtió del peligro que corre un enlazador si es descubierto por un Saksakayan, así es como se denominan a los cuerpos poseídos, y Jonás intuía que en este caso las cosas podían ser mucho peores. Nimrod era un observador de los buenos, así que dedicó todas sus fuerzas a olvidar la imagen de Alhadira y a seguir discretamente en la trastienda, enlazando esos tenues hilos que afloraban en los recuerdos de Nimrod.


Descubrió que la compleja personalidad de Nimrod se forjó durante una infancia repleta de irrealidades. Era un chico demasiado imaginativo, ninguno de los recuerdos que Jonás vislumbraba parecía real, por lo menos no parecían pertenecer a la realidad común. Su madre tenía siete rostros distintos mientras que los rostros de su padre eran incontables. Los hilos de los que tiraba Jonás eran menudos como átomos, pero de brillantes colores. Tiró de seis hilos, luego agarró dos más y por último encontró uno un poco más grueso que el resto, y blanco de perla pulida, también tiró de él.


Nimrod comenzó a sustituir la imagen de la chica por recuerdos infantiles que afloraban como muertos vivientes, una gran madeja de cortas escenas se apoderaban sin saber cómo de sus pensamientos: una pelota rodaba hacia un rosal florido en el pequeño patio interior de la casa de sus padres; un gran zoológico de insectos metidos en tarros de cristal con la tapa perforada pasaba por sus ojos, había hormigas, arañas, lombrices, avispas, incluso una libélula, gusanos de seda y varias luciérnagas atrapadas la noche anterior, sus bichos estrella; unas manos ponían sobre su frente un trapo humedecido con agua templada y luego unos labios le besaban la mejilla; una voz lo llamaba a gritos desde la calle...
Pero Nimrod era testarudo y cabezota, una parte de él insistía con vehemencia en averiguar quien era esa chica y luchaba por dejar de recordar, simplemente no le parecía el momento adecuado. Le empezaba a doler la cabeza, apenas si estaba concentrado en la conducción. El rostro de la chica quiso aparecer dentro de sus recuerdos de niño y eso no estaba bien, nada bien. A pesar de haberlo visto con antelación, la confusión mental no le permitió reaccionar con rapidez...


Jonás se estaba dando toda la prisa que podía, los hilos eran largos como carreteras pero tan débiles que temía partirlos con cualquier mal gesto. Si uno de ellos llegaba a quebrarse destrozaría para siempre la personalidad de Nimrod y un buen enlazador no debía cometer esos errores. Había escuchado casos de personas a las que no les había afectado, pero la mayoría enloquecían o se acababan suicidando; y en estos últimos casos, el enlazador que habitaba esa mente se quedaba atrapado nadie sabe donde. Mejor no correr riesgos. Como una estatua de piedra en el centro de una plaza contempló Jonás lo que veían los ojos de Nimrod, tampoco a él le dio tiempo de nada. La flecha invertida del ceda el paso parecía apuntar directamente al coche amarillo que circulaba a demasiada velocidad hacia la intersección. Un confiado y enorme gigante rectangular se acercaba por la izquierda y milésimas de segundo después en el rostro de Nimrod brotó un campo de amapolas y todo quedó a oscuras. Jonás solo podía escuchar el exterior, nada más.




20 de mayo de 2011

Nimrod y Jonas (Casualidades)




El interior del coche era, en contraste con la carrocería, literalmente una pocilga. Olía a tabaco y a vinagre, y cualquiera sabe a qué más. Nimrod abrió un palmo la ventanilla del lado del pasajero y puso música clásica a un volumen alto, prendió un cigarrillo, se abrochó el cinturón de seguridad y arrancó el vehículo al segundo intento. Hacía un día soleado y Jonás percibía cómo le agradaba conducir a su extraño compañero, también percibió algo en su manera de fijar la vista en su alrededor, lo controlaba todo de manera excepcional. Quizá Nimrod no sabría jamás lo que era, pero Jonás sí que lo sabía, era un Tajgamasid, un observador.

No parecía tener un destino, conducía por el mero placer de conducir, le encantaba escuchar música mientras que su alrededor cambiaba con rapidez. Cuando el semáforo de una menguada avenida le obligó a parar, bajó el volumen del radiocedé desde el panel de mandos del volante y mantuvo pisado el pedal del embrague a pesar de dejar la palanca de cambios en posición de punto muerto. Jonás apuntó este hecho como un posible hábito, cualquier detalle era importante. El semáforo torno a verde y el mundo visible comenzó a moverse hacia atrás. Ningún pensamiento parecía pasearse por la mente de Nimrod, segunda marcha, sólo observaba. Cuentakilómetros digital: 35; track 2/12; mujer que se aproxima a paso de peatones, pantalón de tejido denim, camisa, fular en tonos crema, amplio cinturón... Nimrod frena con antelación suficiente, pero desconocidas alarmas se activan en su cabeza, algo no va bien. Mira a la chica cruzar, ¿quién es? ¿por qué esa mezcla de emociones ante una desconocida?

Jonás lucha por contenerse, por no saltar a la primera fila. Sabe que aunque lo hiciera, Alhadira no sería capaz de reconocerlo en el ovalado rostro de Nimrod, pero le cuesta un mundo contenerse, desea saltar, desea hablar con Alhadira, tiene que hacerlo, le queman las entrañas...

Nimrod contempla el pelo recogido color manzanilla de la chica y un tatuaje difuso en la nuca que parece un yinyan descolorido. Cree estar seguro de no haberla visto antes, pero se le hace muy familiar. Uno de los coches hace sonar el claxon, ya no hay nadie cruzando pero a Nimrod aún le cuesta un rato reaccionar. La chica se gira y mira en dirección al Seat León amarillo con ojillos curiosos y aparta rápidamente la mirada. Jonás sabe que Alhadira lo ha reconocido, como también sabe que ella no es consciente de haberlo hecho. Nimrod suelta medio embrague y el mundo vuelve a ir quedándose atrás. Jonás intenta tranquilizarse en tanto Nimrod comienza a hacerse miles de preguntas.





15 de mayo de 2011

Nimrod y Jonás (El Despertar)



Jonás se despertó en Entremundos, muy cansado. Su cuerpo pesaba como una catedral y sus ojos eran puertas de bisagras oxidadas, le costaba un mundo abrirlos. Era la primera vez que se sentía perdido en un viaje a Entremundos, muy perdido.

Las paredes de la habitación, blancas y rugosas, estaban totalmente desprovistas de ornamentos, excepto por un calendario que mostraba los meses de Mayo y Junio bajo la fotografía de un bosque de mil verdes y un sol zanahoria que parecía achatarse. Quería levantarse y averiguar qué demonios hacía de nuevo en Entremundos, no recordaba nada, solo se sentía triste y confuso como un día de clima inestable. Hizo un gran esfuerzo para levantarse de la cama mientras la luz clareaba las paredes y su cabeza. No quiso mirarse al espejo ⎯de momento⎯, no le apetecía enfrentarse al rostro desconocido que le iba a devolver. Jonás sabía que esto tenía que suceder algún día. En los anteriores viajes siempre había llegado íntegro como individuo pero esta vez estaba seguro de que se encontraba dentro de la mente de un cuerpo que no era el suyo. La sensación era tan extraña, todo le era desconocidamente familiar: la ropa, el armario, el pasillo... Tenía que dejar de asombrarse de este baño en extrañeza y empezar a actuar con determinación, esa era su prioridad sino quería ser descubierto por el habitante y dueño del cuerpo y mente usurpado.

Buscó en los rincones de esa mente su nuevo nombre y le congratuló descubrir que era Nimrod, como el vigoroso cazador de las Tierras Azules. Jonás improvisó las rutinas diarias de Nimrod, saltándose muchas de ellas; en este estado de aturdimiento sería difícil que llegara a descubrirlo pero tenía que aprender todos sus hábitos con solícita urgencia. Así que se puso a enlazar como le había enseñado Bohemundo; y mientras con cierta torpeza movía el cuerpo de Nimrod, trabajaba en esa prioridad.

Nimrod era un caos, no tenía ninguna costumbre afianzada y cualquier día de su vida era distinto hasta en los detalles más elementales. Sin embargo, parecía ser muy concienzudo en las labores que desempeñaba. Jonás se preguntaba cómo lo conseguía, tal desastre de hombre no podría concentrarse en ninguna tarea más de tres minutos seguidos. Pronto hallaría la respuesta.

Dejó que la voluntad de Nimrod eligiera su desayuno. Y ésta escogió beber agua fría de la nevera en primer lugar, después dos galletas de avena y por último una infusión de regaliz. “Donde me he metido”, pensó Jonás. La cocina estaba limpia como un cielo de verano, ni una sola mancha visible, pero el cajón de los cubiertos parecía un bazar de liquidaciones. Todo en Nimrod era extraño, contradictorio. Jonás decidió quedarse en segundo plano, seguro de que iba a ser mejor observarlo y dejarle hacer que intentar tomar el control apresuradamente. Cambió de estrategia y se dedicó a enlazar los tenues hilos que ovillaban el pasado de Nimrod mientras que como un espectador atendía a todo lo que los sentidos de ese cuerpo le revelaban.

Nimrod, aún adormilado, no se percató de la invasión. Vertió seis cucharadas de azúcar en la infusión de regaliz y, sin remover, se la tomó de un tirón. Dejó la taza sobre la encimera y se dirigió al baño. El agua casi le quemaba la piel pero eso parecía encantarle, se quedó al menos un cuarto de hora bajo el chorro continuo de la ducha y no llegó a usar jabón. Se secó, se vistió con ropa cómoda y salió a la calle.

Jonás confirmó lo que creía: era un tipo muy extraño. Quizá debería quedarse agazapado en la retaguardia más tiempo del que estimaba. De momento, seguiría observándole.





9 de mayo de 2011

La partida hacia Jariga de un desconocido




-¿Estás seguro de que es eso lo que quieres hacer?
-No, no estoy seguro. Pero sí que estoy decidido.


Acto seguido se llevó las manos hacia los bolsillos de su pantalón, arrojó sobre mi mesa un puñado de aburridas realidades y con una sonrisa abierta donde cabían todos los universos se fue en busca de su sueño.



16 de abril de 2011

La crisálida de María Pan

© María Pan

Estuve tejiendo un discreto silencio donde ausentarme
hasta que pude envolverme con él toda enterita.
No sé cómo logré concentrar toda la cúpula nocturna
dentro del caparazón de una semilla, pero lo hice.
Una cáscara de seda fina me convertía en fruto futuro
de mí misma. A mí, que siempre quise ser mantequilla en el viento
y dibujar ondas oleicas como ungüento a tu mirada.
Fruto futuro de mi misma...
ahora...
con las veces que me arranqué la piel y guardé la ropa usada
bajo la alfombra de un sueño venidero.
 
Harta ya de desnudarme con el quebrar de los albores
en el revés de las hojas tiernas y sus nervios de grabado,
decidí fundar mi templo. Y en él entré como un diablo,
once veces anillado, cinco veces desvestido,
buscando mi propia noche y mi propio sacrificio.


Tú dormías... Jamás me prestaste atención, vida mía.
Y no te lo tuve en cuenta, tenlo siempre presente.
Te ruego que no desveles aún mis secretos a Xi Ling Shi,
deja antes que mi alas se aceren, para que de una batida
arrasen todo mi pasado, mi templo y mi noche.


He debido de tragarme todos los besos ahí dentro, amor.
Fíjate en mi crisálida, rota como labios abiertos.
De ella emerjo como un manantial, entregada a la vida,
entregada a mi vuelo.
¡Lástima que me quede ya tan poco tiempo!


¡Mírame,
soy la señora que posa
y mantequilla en el viento!


¡Mírame, amor!
¡No dejes de mirarme!


*Dibujo de María Pan, podéis visitar su blog aquí:
http://carapahn.blogspot.com/

6 de marzo de 2011

Vindiano - Primer intento


Mamá dice que estoy creciendo.


Hoy estuve paseando por la luna media con la garganta anudada a la mudez pero mis pensamientos no cesaban en su charlatanería. Yo quería apaciguarlos con canciones tontas o poemas en blanco, lo intenté con todas mis fuerzas, pero ellos no querían callar. Tengo tantas arrugas en el rostro que a veces creo que se esconden entre sus pliegues, entonces me estiro la piel y se desbordan de mis ojos algunas lágrimas. Pero ellos siguen ahí, voraces como el hambre, tejiendo su manto infinito en mi cabeza. ¡Oh, sí, son mis pensamientos pero no los controlo!.


Mamá dice que me estoy haciendo todo un hombrecito.


De inertes biberones me amamanto mientras que voy envejeciendo al compás de las piedras catedralicias. ¡Quiero hacer tantas cosas!. No puedo soportarlos, a ellos, a mis pensamientos. Su constante repicar me está volviendo loco de puertas para adentro. ¡Qué fácil es trabajar en lo invisible!. Me están destrozando, incluso han hecho agujeros en mis calcetines. Hoy los he dejado cabalgar sin montura y se han alzado sobre mí apoyados en sus cuartos traseros, querían derribarme, y luego han salido huyendo a toda prisa quién sabe dónde.


Mamá dice que cada día estoy más guapo.


Voy a ponerles fin de una vez para siempre, no soy capaz de soportar este acoso desmedido, para ello he trazado un plan de actuación, todo un algoritmo minucioso y escueto. Llevo pensándolo mucho tiempo, lo he pensado y repensado, le he dado mil vueltas y lo he vuelto a pensar. No puede fallar, es el plan perfecto.


Hoy mamá me ha pasado una mano por el pelo.


Una bandada de estorninos ha cruzado el cielo esta mañana mientras iba paseando. Me han recordado tanto a mis pensamientos (negros, en grupo, de pico afilado, perfectos en su vuelo) que me he quedado mirándolos hasta verlos desaparecer dirección al horizonte. Es imposible contener tantos pensamientos. No lo entenderíais, es casi doloroso. Por eso he creado un plan, porque es algo imperiosamente necesario para continuar, porque yo quiero ser feliz. ¡Ya basta! ¡Dejadme en paz!


Mamá me ha dicho que tengo que comer más.


Quiero llorar... Me he asomado un poco al ábside anormal de mi abismo y he encontrado algo de paz en su espectral vacío. No puede fallar, mi plan no puede fallar. Lo tengo todo medido y calculado. Será esta noche, cuando den las doce; entonces lo pondré en marcha. ¿Habéis visto alguna vez la aguja de una máquina de coser en funcionamiento? Así son mis pensamientos, punzadas sobre tela.
Es el plan perfecto, perfecto. ¡Oh sí, me muero de ganas de que esto acabe de una vez!


Mamá me ha dejado con cuidado sobre la cuna y me ha cantado una canción muy agradable. Yo le he sonreído y sus ojos se han llenado de luz. No es fácil sonreír cuando duelen tanto los pensamientos pero ver sus ojos iluminados es algo por lo que merece la pena el esfuerzo. Luego he cerrado los ojos y me he hecho el dormido. Mamá me ha rozado la mejilla con uno de sus dedos y ha salido del cuarto.


No sé en que momento ha empezado a volverse todo blanco. De repente mis pensamientos han empezado a convertirse en intermitentes balbuceos sin sentido. Me está costando mucho entenderlos. Es como si algo dentro de mi cabeza se estuviese reiniciando. Pero... ¿Y mi madre?. Yo ya fui pequeño una vez, ¿qué hago en este cuerpo? ¿por qué me cuesta tanto entender mis pensamientos?. Bu bu... eh... ta ta... ¿Qué es esta sensación tan blanca? Bu bu... aje... aje... Quiero llorar, quiero llorar, noto como empuja por todo mi cuerpo el llanto y se abre paso por mi garganta...
¡Buah... buah... buah!


No sé donde estoy, no hay nada visible alrededor ni nada definido. Esta vez he fallado, no he conseguido detener mis pensamientos, pero el plan era tan perfecto... Tengo que intentarlo de nuevo, necesito otro cuerpo, buscaré otro cuerpo. No quiero seguir errando como un fantasma, no puedo parar mis pensamientos.

27 de febrero de 2011

Semilla dorada




La tarde comenzaba a cabecear sobre el almohadillado horizonte de cirros mientras la noche se desperezaba aspirando el aire previo al bostezo. Encinto suspiró. Sus pies ahora eran sabios y conocían las distancias y los caminos, no llegaría a la ciudad hasta entrada la noche.
Decidió encontrar refugio y seguir caminando antes del amanecer; quería entrar en Járiga con la luz del día.
Salió del camino rojizo hacia los tonos de contraste cuando una diminuta figura llamó su atención. Se acercó hasta ella y se agachó para contemplarla. Era una semilla dorada.
La puso en la palma de su mano y la llenó de sombra al cerrar sus dedos. Sin ningún motivo, Encinto comenzó a reír con carcajadas de sándalo y a llorar fresas lágrimas de euforia. Y corrió por los campos y saltó. Y cantó canciones de hiedras encaramadas al alma. Silbó, gritó, se revolcó por la tierra. Y una esquirla de luz que salía de la mano que daba sombra a la semilla le iluminó el rostro.


Encinto abrió los ojos, un día radiante entraba por la ventana. Se levantó de la cama y se asomó por la cristalera: Coches aparcados, algunos transeúntes, edificios de ladrillo rojizo... un día maravilloso.
Miró las palmas de sus manos sin pensar en nada y sin pensar en nada dijo “Sí, hoy es un sí, porque me late la vida. Seré voraz con el día como un lobo, caminaré despacio como un elefante, abriré los ojos como una lechuza y haré brotar a cada segundo mi semilla dorada. Porque tengo otra visión de la realidad y es bella hasta en su miseria. ¡Sí!”


Quizá en algún otro sueño alcance la ansiada ciudad de Járiga. Mientras tanto, y aun sin saberlo, ya ha empezado a obrar como imaginartesano.

19 de febrero de 2011

Gris y arruga traen memoria




“¿Quién disparó, fuiste tú?”
“¿Quién disparó?”

Y el pensamiento se establece entre las arrugas de su materia gris hasta que él mismo se convierte en pensamiento que no duerme. Y Encinto se vuelve gris. Y el pensamiento se vuelve músculo y le acerca el alimento como trompa de elefante. Y Encinto se siente pesado y lento.
Ya nada volverá a ser como antes...

El ambiente de la lobera se vuelve denso y aromoso como masa de dulce árabe, las respiraciones de los lobos emergen como gelatina que tirita ante sus ojos, y sus ojos solo ansían cerrarse.

-Tengo que salir de aquí, quizá un poco de aire fresco subyugue a la rapaz de ojos grandes y me deje volar al sueño.

Pisó la hojarasca y la hierba frías de escarcha deshaciéndolas con su calor corporal en breves charcos de agua. Apenas se dio cuenta de que volvía a caminar.
Emprendió su paseo en la noche, a través de un boceto a carboncillo del bosque de los lobos, volviéndose cada vez más gris y pesado hasta que el alba emergió desfigurando la sombra. Entonces supo de la memoria y la lentitud. Encinto ya era un elefante.

Un elefante de grandes orejas y parda piel cuarteada. De ojos pequeños, tristes, que destilan consideraciones y astros, y otras profundidades del ser que solo Encinto sabe descifrar no sin dobles interpretaciones. Un elefante de paso cruzado y hundido en la tierra. Un gran pensamiento cavilante y lento, como aguja pequeña de reloj que avanza inexorable en su circulo ficticio.

Encinto recogió su trompa en espiral acercándosela a la boca. Se alimentó de retoños y brotes tiernos. Se aseó en un lago del camino y antes de que cayera la tarde, por fin pudo dormir.

Su augusta memoria influyó en lo visible de sus sueños: Se encontraba en Entremundos y corría el mes “magnífico”. Un tímido “no”, en letras de seda, se aceraba en su crisálida hasta que la quebró con sus alas de metal. De allí partió, en ígneo vuelo, la mariposa venenosa que le atravesó el corazón, una Chrysiridia. Encinto se vio a sí mismo buscando la trayectoria de la la bala que después lo mataría. Y Chrysiridia fue bala aleteando en su pecho. Se vio morir. Y despertó.

Encinto, el elefante, caminó lento y gris, tocado por el sueño reciente. Caviló. Con su larga trompa dibujó una “S” y abriendo sus grandes orejas como una mariposa decidió poner rumbo a la ciudad de Járiga, en busca de la “I”.

¡Oh, sí, la “I” de los imaginartesanos!

Los bosques se fueron quedando calvos dando paso a los campos de siembra y a los caminos. -¡No puedo entrar en la ciudad con este aspecto tan grande y gris!- Se lamentó a viva voz. -¡He de encontrar mi cuerpo!

Y con su lento caminar y sus pequeños ojos tristes avanzó hasta una senda rojiza. La misma senda por la que empezó a caminar recién muerto.

Abrazó con su espiritrompa de elefante-mariposa el tronco del árbol claro donde en sueños le cantó una canción la luna y lo arrancó.
Las raíces movieron la tierra y se asomaron a la luz apretando sus ojos ciegos. Ahí estaba su ropa, enredada entre los tentáculos del árbol de corteza clara.
La recogió y la sacudió en el aire.
El árbol de corteza clara ardió desde la copa hasta la raíz y una ceniza de semillas tapó la herida de la tierra. Encinto se acostó sobre esa cicatriz y lloró, pequeños brotes lanceados cubrieron su cuerpo, que menguó hasta volver a ser de nuevo el de un hombre de busto tierno.

Miró sus manos sin pensar en nada. Y sin pensar en nada se vistió y volvió a caminar hacia la ciudad de Járiga.




5 de febrero de 2011

Boca grana y pensamiento rapaz




-Todas las cosas del mundo están desnudas, todas excepto los hombres. Y yo ya no quiero ser hombre, yo ya estoy muerto. Ahora quiero ser lobo y también quiero ser elefante, así me lo cantó la luna.


Con estos pensamientos caminaba hacia los llanos quebrados donde no hay ciudades ni gente. Se sentía satisfecho, había aprendido a reconocer los caminos con el tacto de sus pies e iba desnudo sin avergonzarse del cuerpo. Se orilló al borde del camino en dirección a una roca que le invitaba a sentarse, un trono natural veteado de grises donde podría, por un rato, colgar y balancear sus pies. Se sentó y cerró los ojos para encontrar la noche. De nuevo se quedó dormido y soñó. Soñó con escenas que no seguirían vivas cuando despertase. Y siguió soñando hasta que el viento quiso; porque fue el viento quien trajo en sus alforjas el sonido de las vocales cerradas que se alargan hasta la luna como el brillo de estelas con “chorus”, fue el viento quien trajo el aullido de los lobos en su bandeja de plata y fue el viento quien lo acarició con sus manos heladas. Encinto despertó al compás de un latido y su quieto corazón se reconfortó en el como si fuera un indulto.


-¡Ya llegan los lobos, ahora beberé de los ríos y comeré de la vida en su compañía! ¡Encinto quiere ser lobo y mamará de sus tetas la leche de luna que se derrama en la noche! ¡Ha llegado la hora, mi aullido será tan vertical como un orgasmo y ondulará en las ondas como bandera!


Y así fue como Encinto dio prioridad al sentido del olfato para recorrer los campos y aprendió a vivir en manada. Así fue como Encinto mató y comió de la vida sin remordimiento. Encinto, el del corazón parado, sacó sus dientes de estrella nacarada y los tintó de sangre caliente hasta que de tanta muerte recuperó la vida. Y Encinto dejó de andar por los caminos y se puso a correr. Corrió más que el tiempo y más que la distancia, ya nada podía medir su velocidad.


Jauría y saliva.
Sangre y luna.
Llegó la noche al cielo y la sombra a la tierra. Y sobre el bajo ramaje de un árbol de corteza oscura se posó un pensamiento con ojos de lechuza. Tras ahuecar sus alas, encendió el ave rapaz el fanal de sus ojos, descubriéndose presa de Encinto, el lobo de boca grana.
Encinto, el ahora depredador que sigiloso avanza, más felino que cánido y hambriento de tanto correr, con un salto fugaz lo atrapa y lo devora.


Encinto se ha comido un pensamiento de ojos abiertos en la noche calma. Un ave de plumas en tinta impregnadas que le graban su texto en la frente, hasta que Encinto se atraganta.


-Es hora de dormir junto a la manada. Mañana será otro día, mañana habrá nuevas horas.


Encinto corre descalzo y desnudo en la noche bajo la pálida luna. Y corre tanto que el viento se torna eléctrico de la fricción y las cosas dejan de ser concretas.
Cuando llega a la lobera, se tumba mezclado entre el pelaje que respira dormido y se deja contagiar. Pero no consigue alcanzar el sueño, el pensamiento de ojos abiertos le susurra en lo invisible: “Encinto, ¿quién disparó, fuiste tú?”



29 de enero de 2011

Entrada y sueño




Encinto bebe del beso del aire la humedad mugiente mientras camina.
- Se acabó para siempre el mundo real.- Le afirma uno de sus pensamientos. Y ese pensamiento se vuelve evangelio y en ese evangelio se descubre rey. Rey de un país de piel con millones de células leales y serviles.


Camina y se sale de Entremundos rumbo a Járiga.
Han debido de pasar muchas gentes durante muchas épocas por la senda que sigue y, sin embargo, tiene la sensación de ser el primero en pisar la tierra rojiza que la define.
“He debido de estar aquí antes, conozco este lugar. Quizá no lo recuerdo con nitidez pero he debido de estar aquí antes. Estoy seguro.”


Somormujos y crisantemos encienden una exclamación sensorial mientras que todo su pasado da un paseo por su mente, postales e instantáneas de momentos vivos y difusos hacen la urdimbre para la tela que deviene en sábana. La sábana que trae el sueño que se lo lleva. Encinto se apoya en un árbol de corteza clara y allí se derrama lento como espuma. Bebe del beso del sueño el mismo sueño y bebe hasta despertar dentro de el.


Arma corta.
Gatillo y cañón.
Disparo al corazón.
¡NO!


No ha sido un suicidio, ha sido la muerte misma de la ilusión (Encinto se revuelve). Un atardecer carmesí lo pone en alerta y del cielo unos labios plata de luna le susurran, Encinto escucha. Escucha una canción de cuna.


“Transforma tu vida en sueño, hijo mío,
aprende de los imaginartesanos los secretos
y el vocabulario.

Duerme entre nubes, mi bien.
Despierta entre elefantes y lobos
que ellos te enseñen el modo
de llegar hasta el Edén.

Dale a tus sueños la vida, mi dulce querer,
encuentra las puertas de espuma marina
que hay más allá de tu piel.

Duerme entre nubes, mi amor,
que cuando abras los ojos y el alma
ya estarás en Járiga. ¡Déjate arribar!”


Cuando Encinto abrió los ojos vio desaparecer el mundo del que vino. Se quedó sentado hasta que la brecha se cerró por completo y entonces se miró las palmas de las manos sin pensar en nada. Luego se levantó, se quitó la ropa y la enterró junto al árbol de clara corteza. Miró hacia la ciudad de Járiga, perfilada al sur como una pintura al óleo, y caminó desnudo hacia el oeste. Ya no quiere ir hacia ningún dónde, sólo quiere caminar.



21 de enero de 2011

La muerte monosilábica de Encinto

¿Quién disparó? Encinto creyó haber sido él (no había nadie más allí) pero eso era imposible... ¿Cómo?

Después de un sonido semejante a un chascar de dedos, multiplicado por mil, el diminuto tren de la muerte recorrió el oscuro túnel hasta su destino. Pero no paró allí, lo atravesó.

La imagen era nítida:
Un arma corta, de la longitud de un monosílabo.
Un dedo apretando el gatillo de la letra “N”.
Un proyectil atravesando el cañón de la “O”.
Un corazón.
Una minúscula e incandescente estrella fugaz cayendo sobre mantequilla.

A Encinto le mató un “NO”. Después se negó a sí mismo y se volvió errante y errante. No quiso pensar en nada más.
Ya nada volvería a ser como antes.

Percibió la pausa rítmica de su corazón y le prestó la urgente atención de una herida, después de una diástole casi rebosada no llegó sístole alguna. Un hogar deshabitado. Su corazón quedó vacío y quieto como una noria al acabar las fiestas.
El color de su rostro ansió descontrolado vestirse de blanco como una novia, al tiempo que una niebla artificial, carente de humedad, erraba su visión como un mal enfoque.
Su esperanza en cambio quiso vestirse con elegancia y se vistió de negro.
Encinto, que ya se había dado por muerto, se descalzó y comenzó a andar. Caminó sin zapatos, sin sangre, sin sentido y sin esperanza, pero caminó. Y se fue más allá, mucho más allá.

Descubrió la virginidad del sentido del tacto en la piel de las plantas de sus pies, tanto tiempo apartados del sentido puro por la sobreprotección de los zapatos.

-Los muertos no necesitan zapatos, los muertos necesitan sentir la tierra.- Se dijo.
-Quizá mi corazón no quiera latir pero mis pies sienten cosas nuevas: todas las texturas que les fueron camufladas: Rugosidades, lisuras, irregularidades, piedras afiladas, tierras húmedas, cantos rodados, hierbas secas, alquitrán, aceras, pinturas...

Encinto caminó. Y a cada paso sus piernas, convertidas en tijeras, cortaron el viento quieto y la materia común de todo lo que existe. Y así, caminando sin descanso, le hizo un corte a la realidad por donde pudo ver la brillante ciudad de Járiga.

Miró a través del reciente corte con difunta curiosidad. - ¡Járiga!... ¿Cómo puedo conocer su nombre? -Se preguntó. Y quiso caminar por dentro como la sangre, directo al corazón, hacia El Amaraun, el palacio de La Tejedora, La Niña-Reina.




15 de enero de 2011

Arida Márquez - La mujer sin semilla






En tu fértil y abundante tierra
te volviste yerma, 
Árida Márquez.

Sembrada de muchas esperanzas
fue tu fruto
solo el surco.

Herida en la tierra.