28 de abril de 2013

Prolegómenos de sangre



Photo credit: RaidersLight / Foter.com / CC BY-NC-SA
    

    Eneia cubre su actitud con un cendal gris que no me es necesario apartar para entrever el porqué de sus acciones. Por eso no le tengo en cuenta el daño que me hace con cada golpe sin objetivo que acierta en mi pecho, en el hombro o en la cara; y me resigno. Esta mañana la vi observarse frente al espejo empañado del baño, asustada ante sí como una niña con monstruos bajo la cama, cubierta con un edredón de tristeza hasta la cabeza, retorcida y profunda cual raíz de vetiver, ojerosa y desnutrida de voluntad para construir cualquier cosa, lo que fuere. ¡Ha sido tan doloroso verla así, apoyada con ambas manos sobre el lavabo, con el grifo abierto en los ojos y toda esa gran cascada de caracoles huyendo por el desagüe!
    

    Cuando Eneia era pequeña como las hormigas o como los bebés -porque hubo un tiempo en que fue pequeña- su energía era un big-bang diario junto a la intensidad con la que expandía todos sus sentimientos, conquistaba países donde se jugaba con balones y bicicletas, con pistolas de plástico e indios y vaqueros, con carreras de pilla-pilla o saltos de comba; hasta creía que la luz del sol era comestible; decía que era pan de oro, que se tenía que comer mirándolo de frente con los ojos cerrados y los brazos abiertos, que para masticar tan nutritivo maná era necesario abrir la boca con una amplia sonrisa. ¡Qué recuerdos! ¡Cuánta sabiduría gastaba por aquel entonces cuando todavía era nueva en el mundo! Pero la maduración de algunos vinos, en ocasiones, es agria como hiel de víbora de ciénaga.    
    

    Un relámpago, dolor, un hilillo cálido y espeso, quizá carmesí, seguro carmesí, es atraído por la ley de gravedad desde mi labio, qué más da cual. Eneia se queda quieta, mira mi sangre resbalar y supongo que por empatizar llora, acerca su aliento de montaña tropical a mi boca y lame, lame como un animal la sangre que de un golpe ella misma ha hecho correr.
    

    Conté sin contar y sentí que así es como lo hace el mismísimo tiempo, sin números; la empujé, vacié mi energía en ello, con ambas manos, sin golpe: un empujón nacido de no sé qué profundidad. En su retroceso, entre el espacio que cada vez era mayor entre los dos, se quedaron flotando gotas mezcladas de su saliva y mi sangre, gotas de su llanto arrepentido, gotas de mi veneno. El tiempo se detuvo hasta que todas esas gotas se precipitaron. Eneia se derrumbó de espaldas golpeándose contra la mesita del salón y se quebraron los cristales con su peso, se transformó en cristal mi alma, que también se rompió. Ruido de objetos rotos, ni un solo grito, ni una mísera queja. Silencio. Un silencio larguísimo que duró cinco segundos contados. Uno, dos, tres, cuatro, cinco: Todo se rompió, no solo el vidrio de nuestra mirada sino todo. Toda esa energía que como improvisados astros liberamos fue demasiada, demasiada luz para almas tan oscuras. Pero antes de que Todo se deslizara por el tobogán de nuestra vergüenza recordé un principio: su perfume, un punto intermedio: su esencia, y un final: su hedor.

18 de abril de 2013

Transformación




Photo credit: Juan & Diëgo / Foter.com / CC BY-NC-ND


Será por lo interiorizado que lo tengo a causa de las pelis que la elaboración de mi plan para colarme en la habitación de Viento fue sencillísimo: Disfrazarme de enfermero. No hizo falta. Desistí. Me estaban vigilando. Quizá no lo harían si no hubiera enviado aquella maldita carta pero eso me pasa por tonto. Si hubiera obrado más por mi cuenta y sin pedir permiso… En fin, supongo que entonces hubiera hecho las cosas bien y no me hubieran puesto vigilancia. En contra de la creencia popular, cuanto más tonto sospechan que eres antes te vigilan. Me di cuenta a los tres días de esto de la vigilancia. El primer día ya me resultó raro que el camarero de mi cafetería habitual fuera otro. Ya, ya, quizá no tenga nada de extraño pero siendo un negocio familiar y el camarero de siempre el único dueño, autónomo y en crisis perpetua dudo mucho que hubiera contratado a nadie. Lo del tío jugando todo el santo día a la Nintendo DS en su coche me llevó por derroteros de duda genérica, “hay gente pa tó”, me dije. Pero lo de la nueva vecina y la excusa de la sal, vamos hombre… No existen las vecinas que estén tan buenas y te pidan sal, ¡ésta era de la pasma seguro!

Como buen sospechoso, a pesar de ser inocente, comencé a sospechar de todo el mundo. Me parecía haber alquilado una realidad de locura a un precio alto pero inevitable, como si no tuviera más remedio que pasar por el aro. Por suerte para mí, así lo pensaba, mis sospechas fundadas tenían como objetivo a las supuestas fuerzas del bien, esto es: a la policía. Y menos mal, por lo menos no tenía que estar pendiente de amenazas letales, como mucho de alguna paliza o en última instancia de la privación legal de mi libertad. Me volví huraño y desconfiado, apenas si hablaba con nadie. Y si lo hacía, solía ser breve en mis respuestas y huidizo en mis encuentros. Intenté volverme invisible, resaltar lo menos posible en cualquiera de mis acciones, incluso en el caminar. Y así, poco a poco, me fui enterrando en vida, convirtiéndome en Viento.

7 de abril de 2013

La Carta




Photo credit: Arslan / Foter.com / CC BY-NC-ND


Hay veces que uno se pregunta o plantea cosas importantes, por ejemplo: ¿Cómo sería ser astronauta y tener el privilegio de ver el planeta desde el espacio? Incluso: ¡Qué angustia se tiene que sentir si te entierran con vida! Pero es difícil que se te pase por la cabeza ni siquiera el plantearte cómo ponerte en la piel de alguien que ha conseguido sacar de una tumba a una chica enterrada viva, ¿cómo llevas eso?

No sé cómo seguía Viento. No sé si estaba viva, muerta, en coma, casada, soltera, viuda, con novio, si la habían enterrado por un ajuste de cuentas, si el ajuste de cuentas era con ella o con otra persona. Podía ser madre y tener hijos pequeños y un marido buscándola que no sabía nada de su oscura vida. Podía ser una víctima circunstancial o la hija de una persona poderosa. Podía, simplemente, ser una amante descubierta. No podía dejar de pensar en ella; en su nombre, tan hermoso: Viento.

Decidí ir a visitarla al hospital donde estaba ingresada, en el Virgen del Camino, necesitaba respuestas, pero evidentemente no me dejaron pasar. Yo era un sospechoso. Jamás me había enfrentado a esa palabra a tal nivel: sospechoso de intento de homicidio. Busqué en un diccionario etimológico la palabra sospechoso pero me faltó imaginación para hilar su origen con su actual significado, aunque no era nada complicado hacerlo, supongo que por la sensación de embote muchas cosas se me hacían un mundo. Hice un escrito a la comisaría, a nombre del gilipollas de Pedro María Sanchís, pidiendo permiso bajo vigilancia para visitar a la persona que a pesar de salvar bla bla bla bla… Y esperé a que me contestara. La respuesta llegó a los cinco días en un sobre en blanco, sin distintivo oficial de ningún tipo:


Estimado Señor:

A usted le falta un hervor, ¿verdad? ¿Cómo se digna siquiera alguien de su calaña a pedir permiso para visitar a su “presunta” víctima? ¿Cree que la policía es tonta? La respuesta es NO.


                                   
                                       
Me quedé a cuadros, esto era una carta personal del agente Pedro María de los cojones, aunque estuviera sin firmar y con letra tipo Arial. No era una carta emitida por la policía sino una grosería personal y una falta de respeto fuera de los cauces legales. Me guardé la carta pensando en qué hacer con ella aunque no creo que sirviera para nada, ni siquiera estaba dirigida a mí. Decidí colarme en el hospital y visitar a Viento por mi cuenta, ya encontraría la manera de hacerlo.