29 de noviembre de 2012

Naufragio vocacional



Montículos de sal en el Salar de Uyuni, Bolivia.
(Foto: Luca Galuzzi - http://www.galuzzi.it)


Me preguntó que si sabíamos amar,
y entonces una gran ola 

ribeteada de espuma 
nos arrastró hasta su cama. 
Nuestros cuerpos, 
frágiles veleros en un océano de sábanas, 
navegaron ambas pieles. 
Y resultó que sí, 
que sabíamos a mar.


23 de noviembre de 2012

La bien hallada




Photo credit: andrew c mace / Foter / CC BY-NC-SA


Al pequeño mus que pasó por allí rápido e indeciso aquello le debió parecer un otero, no sé si por pereza o porque intuyó que yo estaba allí prefirió bordearlo y desaparecer entre las verdolagas; para mí ese minúsculo otero era algo que esperaba que no fuese... Había un rastro reciente de la rodada de un vehículo y, a modo de cruz, en lo que creo era la cabecera de aquel montículo habían dejado clavada una pala, no había flores. El pequeño mus no se había alejado tanto como pensé, delataba su presencia el ruidito que hacían sus manos mientras escarbaba la tierra. Un frío de alcohol evaporándose se pegó a mi piel. Creo que lo más prudente sería llamar a la policía, me dije; pero estaba paralizado. La imaginación no es buena consejera en estos casos, levanta miedos infranqueables donde aún no ha sucedido nada. ¿Y si no era el mus el que andaba rascando? Afiné el oído. Por una de esas razones que no puedes explicarte, y sí que puedes comprender, no fui capaz de moverme para avisar a la policía pero en cuanto creí dar por seguro que allí habían enterrado a alguien vivo, me puse a sacar tierra como si fuese el agua de un barco en el que me hundía.

No tardé mucho. Cavar no es un trabajo sencillo en esta tierra, es dura como el invierno y seca como el verano, y el que hizo esto, suponiendo que fuera uno solo, no profundizó más de lo necesario. Me costó más tiempo romper la tapa de aquella caja desvencijada que quitar la tierra que había encima. Logré astillar una de las esquinas de la tapa lo suficiente para que entrara el borde de la pala y la fui usando como palanca por todo su alrededor mientras percibía que nada se movía en su interior. Quizá sólo transcurrieran diez o quince minutos desde que emprendí la empresa con determinación y, si al principio me enfrenté a la paralización por miedo, ahora parecía abrasarme la más horrible de las derrotas: la hermosa mujer de cabello pelirrojo estaba muerta, había llegado tarde. Sollocé vencido por la retirada inesperada de la adrenalina y me incliné sobre la tierra. Mi cabeza se torturaba a sí misma sin motivo, decidí no hacerle caso y comprobar si realmente había perdido el pulso. Miré la cara de aquella chica, quizá treinta años aventuré, y antes de hacer lo previsto quise comprobar que el resorte que precipitó toda aquella función no habían sido las manitas del mus, dirigí la vista hacia la yema de los dedos y arrugué la cara con tímido alivio. Cuando le tomé la muñeca para hallar latido, un seco ruido me descubrió una especie de pequeña radio que se había deslizado hasta el suelo de la caja, en un hueco a la altura de la cadera. Débil y monótono, como si se aburriera, palpitaba el pulso de la enterrada viva. Cogí aquel objeto de color gris y lo examiné sin verlo en realidad, mis ojos se posaban en él mientras mi mente oteaba en ese gris y delimitado aparato el mismo infinito. Evitó, al cabo de un evo, mi dedo pulgar la tecla con un circulo rojo para posarse como un pesado pájaro sobre la de play. La voz que supuse era de la pelirroja contaba que su nombre era Viento y cosas sobre sus creencias pero no usaba el tono de urgencia desesperada de los que son enterrados vivos. A pesar de dejar claro al final de la grabación que era consciente de que iba a morir sepultada, su voz modulaba casi rayando la normalidad, como si eso le sucediera a diario. Escuché la grabación un par de veces más y lo único que saqué en claro era que me gustaba su nombre. Viento me parecía un nombre precioso.






16 de noviembre de 2012

Me llaman Viento

Por ChangHyun Bang (stock.xchng)
    

    Me llaman Viento, y cierto será que mi verdadero nombre carece de importancia. Nací lejos de cualquier lugar cuando eso aún era posible, en una zona afanada en decorarse con zumaques, chaparros y olivos. Por lo que he conocido hasta ahora, puedo asegurar que provenir de un apartado entorno rural se asemeja, si no suplanta o sustituye, al salvajismo. Así es como me creen: Salvaje.
    No venero más religión que la tierra, el cielo y mi cuerpo. ¿Cómo podría alejarme de estos elementos sagrados, si mis padres me enseñaron que son los que nos unen? En mis veintitrés años de vida he encontrado a infinidad de personas que tomaban por verdad suprema los asombrosos cuentos que me relataban, me hablaron de dioses, de sentimientos positivos, del amor, del diablo y las fuerzas malignas que equilibran el mundo, del odio, de la voluntad, del dinero, la ciencia, la inteligencia… Y pese a toda esa cínica verborrea pude comprobar que siempre acabábamos unidos por lo mismo que los animales: la tierra, el cielo y nuestros cuerpos. ¡Cuántas noches bailando juntos, bebiendo y riendo mientras disfrutábamos de una espléndida luna! ¡Cuántos días tumbados en la arena mientras nos arrullaba el océano y el sol nos calentaba! 


    Paso, en serio. Jamás intentaré convencer a nadie de mis razones sagradas. Conozco a los humanos, seguro que intentan convertirlas en religión o en motivo de chanza, hasta yo lo haría… Sí, sí, yo venero y ridiculizo todas mis cosas sagradas a diario, no vaya a ser que caduquen. Pero… Pido disculpas por este speech, como dicen los modernos, disculpas y perdón, no quería pasear por estas veredas en tan importante compañía como la tuya, querido grabador de voz en mp3. Se me hace mogollón de raro hablarte, maquinita gris. Sin embargo, no tengo mejor manera de tomar apuntes en estas circunstancias. Jo, cuánto me gusta mi nombre: ¡Viento! Me parece fantástico. Me lo puso mi amigo Carlos un día de verano por razones que es mejor no contar… Como no podéis verme, os digo que estoy sonriendo como una luna creciente, casi os parecerá escuchar mi risa y todo. Creo que hay pasados que son como una vela apagada, ya no puedes verla brillar pero sabes por donde viste su luz y hacia donde dirigirte para encontrarla. 


    Se ha encendido el pilotito rojo de “poca batería”. Si has escuchado esto es porque has encontrado mi cielo, mi tierra y mi cuerpo. Definamos mi cuerpo a estas alturas como algo insustancial, digamos que mi tierra es todo eso que me sepultaba, incluyendo esta especie de cajón en el que me han metido. Y, por último, entendamos que mi cielo es todo esto que habéis escuchado, sobre todo lo que no os he contado, pero os aseguro que es azul, brillante y soleado. Cada vez parpadea con más intensidad el pilotito rojo, es lo único que ilumina la madera de esta especie de ataúd en el que estoy metida ¿Verdad que es bonito mi non




10 de noviembre de 2012

Acetato de celulosa 1




Por Zeafonso - stock.xchng



     Ya desde pequeño me encantó eso de ojear álbumes de fotos. Y desde que conocí a Julieta, mi primera novia, decidí crear mis propias colecciones; nos echamos cientos de fotografías juntos, todas muy inocentes. Eso sí, procuraba que saliéramos los dos porque era imprescindible que yo apareciera junto a ella en un alto porcentaje. Nada tiene que ver con el egocentrismo, lo mío es solo una tendencia innata por la inmortalidad. Los hay quienes persiguen este mismo fin ejercitando otras disciplinas, música, pintura, escritura e incluso fotografía. Por eso quiero aclarar que lo mío nada tiene que ver con el noble arte de la fotografía; lo mío es otra cosa, una modesta búsqueda de la inmortalidad en un tiempo no vivido.

    Lo de llevar los carretes para revelar a una tienda me parecía una aberración, un suicidio voluntario de la propia intimidad. Solo llevé el primero de ellos, luego me encargué de conseguir el material y conocimientos necesarios para hacerlo yo mismo. El revelado se convirtió en todo un ritual, tanto que llegó a impedir el avance de la tecnología digital en mi mundo. Sabía que mi actitud era una pataleta, como aprobar y no querer pasar de curso, sin embargo el rito del revelado me satisfacía tanto que me atrevería a decir que daba sentido a mi existencia. Ver cómo iban apareciendo poco a poco las imágenes sumergidas en el líquido revelador tenía para mí un toque de explorador, de observador y descubridor pausado que sólo he conseguido igualar, aunque de lejos, viajando a nuevos lugares. Como si se tratase de mi primer amor, que lo era, al segundo carrete de imágenes de Julieta le tengo un especial cariño. Me costó mucho sacar las imágenes al papel, en ellas aparecíamos los dos en multitud de posturas cariñosas: abrazos, besos de pico, miradas encendidas, manos agarradas y muchísimas variantes de lo mismo. Teníamos 12 años. Nuestra relación duró unos 6 meses y cuando terminó dejamos de hablarnos, así tenía que ser. Yo me hice el dolido y con un arte recién descubierto emulé un despecho contrariado, haciéndole llegar a Julieta una copia de todas las fotos que nos hicimos. Se las entregué en una caja de madera parecida a un pequeño cofre, le dije que prefería que se las quedase ella. E intuí que así iba a ser, por eso la acepté como novia, porque ella sería incapaz de destruirlas.

     A pesar de ser un chico bastante atractivo tardé casi un año en empezar una nueva relación. No fue por falta de oportunidades, tenía que ver con la “idoneidad”. Ese era el término que utilicé para elegir novia, no me pareció inteligente coger cualquier tren que se moviera: yo tenía una dirección. Con Julieta fue algo que hice a nivel de subconsciente pero con Carlota emergió de las aguas el Zeus de la Premeditación con su vigorosa presencia. Ella era tres años mayor que yo y llevaba aparato y carpeta forrada con recortes de revistas. En nuestro primer encuentro me devoró, no sabía que se podían hacer todas esas guarrerías ni que dieran tanto placer. Nos divertíamos de lo lindo en multitud de lugares que nos servían de íntimo escondrijo. El motivo de “idoneidad” de Carlota fue su madre. La conocí por casualidad cuando acompañé a la mía al dentista. El dentista resultó ser la madre de Carlota. Se presentó como Sandra y para que me entretuviera mientras trataba a mamá me dejó un álbum de fotografías familiares. A mí no me sorprendió que lo hiciera, era evidente que se me notaba que esos objetos me gustaban, eso es algo que se detecta al primer vistazo, pero se excusó ante mamá diciendo que le habían robado la última revista que tenía. Después me miró a mí y con un timbre de voz complaciente y autoritario me advirtió que tuviera mucho cuidado con él.

     Las fotos eran de gente que no conocía, tampoco conocía a Carlota aún, pero Sandra me contó cuando terminó con los empastes de mamá que esa chica tan guapa era su hija pequeña y que estudiaba en el colegio de Santa María del Mar (y creo que no me lo dijo por decir). Luego revisó el álbum en busca de destrozos o ausencias y lo colocó con delicadeza de jardinero de nuevo en la estantería. Esto último fue lo que me convenció: el amor y cuidado que puso en aquel libro de fotografías. No se me pasó por alto el hecho de que a pesar de tenerle tanta estima se lo prestara a un chico de 14 años recién cumplidos.
Tuve la suerte de que uno de mis amigos de la pandilla, el Iván, que no era el más ligón pero sí el primero que dejó de ser virgen, se echó por novia a una tal Laura Ruíz que estudiaba en el María del Mar y que ésta era a su vez íntima de Carlota. El mundo es una botella cerrada y todos estamos dentro hasta que a la Muerte le da por llenar su copa, y parece ser que le gusta beber mucho. Las fotos con Carlota empezaron siendo inocentes pero cuando le dije que yo mismo controlaba todo el proceso y que ningún extraño tenía acceso a su revelado, ella misma fue la que insinuó que podíamos meter la cámara como tercer integrante de nuestras correrías. Todo nuestro sexo quedó registrado para siempre en unas tiras de acetato de celulosa que yo me he encargado de preservar. A Carlota la atropelló un coche cuando cruzó a todo correr y sin mirar la calle frente a la puerta de entrada del María del Mar, corría porque llegaba tarde y jamás llegó. Murió al día siguiente por un derrame cerebral. Todavía, después de 42 años, no he conseguido aliviar el peso de culpa que adquirí.  Ya sé que yo no podía hacer nada por evitarlo pero es tan abisal la sensación de impotencia ante tal suceso que lo único que te queda es eso: la impotencia. Y la impotencia es frustración, pena y culpa, todo mezclado. Carlota es la única de mis novias a la que no le pude hacer llegar las fotografías. Estuve a punto de mandárselas todas a Sandra, su madre, pero dado el alto contenido sexual que tenían me contuve. Eso sí, le envié todas las decentes, que eran más de trescientas, en una caja de cartón blanco junto a una carta donde le indicaba que me parecía justo que las guardara ella. En cierta manera creo que la muerte de Carlota consiguió que mis fotos llegaran a las mejores manos posibles. Y cuando digo mis fotos no me refiero a que las echara yo, que también, sino a que yo aparecía en muchas de ellas junto a Carlota.

     Éstas fueron mis dos primeras novias, las dos tienen su propia habitación en mi memoria. Y como toda habitación está predispuesta a cambios en la decoración y disposición del mobiliario, me parece increíble cómo se han ido adaptando a mis modas, han sido cambios sutiles pero constantes, tantos que ya no recuerdo las habitaciones originales. Puedo afirmar sin vergüenza alguna que me sé el computo total de novias y amantes que he tenido. En lo referente a novias he tenido 23, y la relación más larga fue de 3 años, con Alicia. Amantes he tenido unas pocas más, muchas de ellas alternadas dentro de mis relaciones estables. Si dijera el número total me acabarían tachando de fanfarrón... Yo creo que he tenido, y aún tengo, tantas conquistas porque mi objetivo final no es el sexo, lo mío es algo mucho más noble: una modesta inmortalidad.

     Alicia fue el único nombre que no se repitió entre todas mis mujeres. Que fuera la relación más larga que tuve tiene su sentido y es que Alicia, estoy seguro, había salido de un cuento de hadas surrealista. Todo en ella era ilógico, practicamos actividades fuera de lo común y eso quedó retratado para siempre por varias de mis cámaras. Por aquel entonces no solo tenía una buena colección de amantes y fotografías, también de cámaras y objetivos. Mi legado consiste en todo un catálogo de imágenes sin mucho interés artístico pero que en su conjunto, nadie podrá negarlo, son un proyecto de vida muy ambicioso. Realmente tampoco es que me importe mucho que mi trabajo sea reconocido, lo que me importa es otra cosa. Las mejores fotos que tengo con Alicia las hice con una Polaroid, la Supercolor 1000, un día que nos fuimos al campo. Ella me lo propuso con seriedad “¿Por qué no nos vamos al campo? Pero no a un campo cualquiera sino a cualquier campo”. Dicho y hecho, la cebada ya tenía una altura considerable así que nos metimos dentro y ahuecamos una superficie circular para retozar. Nos desnudamos, hicimos el amor y echamos algunas fotos. Lo que más me gustaba de la Polaroid era su inmediatez. Nos habíamos llevado como almuerzo unos bocadillos empapados en aceite de oliva y rellenos de jamón serrano. Alicia los enriqueció con espigas de cebada y nos parecieron sabrosísimos, luego jugamos a una variante de la brisca que ella misma inventó en aquel momento, consistía en poner las cartas en la mano de manera que tu contrincante supiera las cartas que tenías pero tú no. Fue muy divertido, Alicia ganó tres partidas y yo perdí cinco según su cómputo. Como ella había ganado eligió esconderse y yo tenía que encontrarla cámara en mano. No la encontré, intuyo que se habría hecho pequeña pequeñísima, y a la media hora ya estaba cansado del juego y le grité que ya no me apetecía seguir jugando pero no respondió.

     Un campo cualquiera está delimitado por mojones o lindes naturales pero cualquier campo es inmenso. Decidí volver donde la ropa y las mochilas, me costó mucho tiempo no medido y lento como tortugas somnolientas encontrarlo. Y allí estaba ella, tumbada desnuda sobre las mieses y durmiendo como un gato. Saqué de mi mochila con mucho cuidado la Minolta XD7 y gasté varios carretes intentando fotografiar sus sueños, su descanso, sus ojos, sus posturas, su sexo, sus pechos, sus labios, sus caderas; después me uní a la fiesta y gasté otro carrete para los dos. Es la única vez que no salgo en mis fotos, salían partes de mi cuerpo pero el mayor representante de mi yo, que es mi rostro, ni siquiera asomó. Quizá porque las fotos las hice pensando en Alicia en la hora previa al ocaso o por un impulso incontrolable son las mejores fotos que tengo, emocionalmente por lo menos.
Alicia me dejó poco tiempo después. Me dijo que de vuelta a casa se había encontrado algo en el suelo, un objeto mate casi sin brillo que le había llamado la atención, me lo mostró. Yo le dije que eso era una piedra blanca de las que usan para decorar los jardines y ella me respondió que necesitaba enamorarse de un pitufo, que los príncipes azules miraban las cosas con mucha prepotencia. Se acercó la piedra blanca a los labios y la besó dejándole marcado el carmín de frambuesa y arándanos que tanto le gustaba, la encerró entre las palmas de ambas manos. Me pidió que juntara mis manos como si fuera a rezar y que se las ofreciera, luego ella pasó sus manos entre medio de las mías y depositó su tesoro. -Ciérralas, ciérralas- me dijo con urgencia-, no dejes que le de la luz, podría velarse. Sonrió abiertamente y me dijo con voz de niña: Bueno, me voy al país de nunca jamás. Y se fue.

     Tengo ordenados y catalogados todos los negativos por fechas y nombres en cajas de madera. Tuve que alquilar una pequeña bajera para guardarlas. No solo eso, desde Coral comencé también a escribir una breve historia de cada una de ellas: cómo nos conocimos, qué cosas les gustaban, cómo terminamos y otros detalles que me parecían importantes: pecas, manchas en la piel y otras singularidades físicas. Lo que más me llamaba la atención eran sus traumas, los anotaba todos. Afortunadamente Coral fue la primera de mis amantes, coincidió en tiempo con mi tercera relación, Laura. Así que no me costó mucho hacer memoria sobre Julieta y Carlota.
Muchas de esas cajas son solo nombres y fotos con caras distintas donde todo es una repetición: posturas, sonrisas, poses... Pero toda colección tiene sus “marcapáginas” y sus tesoros, algunos de estos tesoros son oscuros como la obsidiana. Es el caso de Mercedes que me pidió que fotografiara su muerte, se suicidó delante de mí. Si te interesa saber qué método usó a mí no me apetece recordarlo. Todavía no sé cómo demonios acepté aquel juego. La policía me hizo muchas preguntas, les dije que simplemente me la encontré así al llegar a casa, que éramos pareja y que por eso tenía una copia de las llaves del apartamento. A veces pienso qué pasaría si alguien encontrara alguno de estos catálogos oscuros.

     Te cuento todo esto porque quiero que cuides mi colección. Tengo 56 años -lo sé soy aún muy joven- y un cáncer galopante que está convirtiendo mis células en ceniza. Moriré pronto. Quiero que sepas que sin duda alguna, de todas mis mujeres, tú eres mi favorita. Y la más guapa... No llores, por favor. Mira, esta es la llave de la bajera, el día que yo muera la encontrarás dentro de la efe, en la enciclopedia de conocimientos generales; mientras tanto quiero pedirte un favor. Quiero que me fotografíes cada día, no creo que mi vida dé para más de un par de semanas, y quiero que salgas a mi lado en un alto porcentaje de las fotos. En estos días te enseñaré cómo se revela en el cuarto oscuro, mis trucos y manías con la luz, el tipo de cámara y los objetivos que suelo utilizar y porqué y, ante todo, quiero que comprendas el verdadero sentido de mi proyecto de vida. Y te digo una cosa: si deseas echar tus fotos con esos diablos de cámaras digitales sin alma tú misma has de idear la forma de catalogar tu obra. En lo que a mí, y a nosotros, respecta todas las fotos que me hagas serán con cámara tradicional. Quiero que apuntes todo lo que yo te diga y sobretodo quiero que me prometas una modesta inmortalidad, ¿lo harás?.

1 de noviembre de 2012

Claudia



Billy Frank Alexander - stock.xchng



    Hay ocasiones en que los cambios son tan imperceptibles que no se ven -y hay que observar con ojos de lechuza- hasta que no desvelamos la foto: La luz cambió de brillo, más dorada y metálica, la temperatura ambiental sumó un par de grados, el aire en cambio quedó quieto y el silencio subyacente se transformó en algodón y verano. Nada hacía prever que “aquello” estaba presente entre nosotros, rozándose con nuestro sexto sentido sin hacerse notar.
   
    Le di un beso a Claudia en la mejilla y me despedí de ella con una sonrisa. En cambio sus ojos se cayeron y rodando como canicas huyeron desde la punta de sus pequeños zapatos hasta un punto increíblemente lejano a metro y medio en el suelo. No sé a qué venía aquella expresión de tristeza pero logró desplomar las comisuras de mis labios. Le dije: “Tranquila, Claudia, no serán más que unas horas. Luego volveré a por ti, cariño. ¿Vale?”
    Claudia no respondió con la voz. Sólo asintió resignada con la cabeza mientras los ojos se le convertían en estrellas tristes. Me costó mucho darme la vuelta y dejarla allí abandonada en mi conciencia, que no en la realidad. Me prometí no mirar atrás, a pesar de sus sollozos, y mientras me alejaba pensé en por qué la tristeza se parece tanto a un objeto sólido que obedece a la ley de Newton: Los labios, los ojos, los hombros, el cuerpo, las lágrimas, el ánimo… Todo se cae. Antes de subir al coche, oí llamar a filas a las profesoras, me pareció abandonar a mi pequeña Claudia en una guardería marcial. Subí al auto, puse la radio y las noticias consiguieron hacer interferencias en mis pensamientos en el camino hacia el trabajo.

    Hay mañanas aburridas y mañanas aburridas, ésta era una de ellas. No tanto por falta de trabajo como sí por exceso de concentración. Creo que me estaba concentrando demasiado en el vuelo de las ideas, que en este caso se asemejaban a auténticas moscas: pequeñas, voladoras y huidizas, a la vez que insistentes. La imagen de Claudia llorando en la puerta de la guardería me asaltaba de vez en cuando, estrujando mi corazón como si se tratara de un estropajo-salvauñas. Claudia perdió a su madre hace dos años y medio, justo su edad, al nacer. La perdió según mi suegra por negligencia médica, según el médico por eclampsia y según yo… A mi me da lo mismo que fuera un rayo que un trueno, no busco culpables ni solución, lo único que me preocupa es sacar a Claudia adelante como mejor pueda y que ella sea feliz. A veces he pensado en encontrar un nuevo amor que también quisiera adoptar a mi pequeña, pero me falta confianza. No hace mucho conocí a Silvia, era un encanto, creo que yo le gustaba a rabiar pero cuando se enteró de mi situación comenzó a demostrar claros síntomas de contrariedad: ternura, distanciamiento… Lo cierto es que yo tampoco puse mucho de mi parte, en cuanto noto que eso de ser padre soltero incomoda y causa admiración a la vez, me vuelvo pequeño y pongo pies en polvorosa. La verdad es que Silvia me gustaba mucho, no sé por qué diablos le dije eso de “jamás encontraré a nadie como a su madre”. Esa pequeña frase la hundió, no entendió que mi miedo usaba mi boca para expresarse, y acabó alejándose de mí.

    Lo que más me preocupa ahora no es nada de amores ni de madres, sino los seres. De un tiempo a esta parte, Claudia dice hablar con un amigo, sí, ya sé que es normal que los niños tengan amigos imaginarios. Pero lo extraño, lo que me preocupa, es el nombre de su amigo imaginario. Podría llamarse Juan o Pedro, incluso Ernesto o Aquilino, pero Praix… ¿qué tipo de nombre es?¿de dónde lo ha sacado? Y lo que me saca de mis casillas es el léxico que usa Praix, jamás escuché a Claudia ni a ningún otro niño de dos años decir: “¿Sabes, papá?, me ha dicho Praix que la oniromancia no es una ciencia, que más bien es un despiste de la Niña-Reina.”