1 de noviembre de 2012

Claudia



Billy Frank Alexander - stock.xchng



    Hay ocasiones en que los cambios son tan imperceptibles que no se ven -y hay que observar con ojos de lechuza- hasta que no desvelamos la foto: La luz cambió de brillo, más dorada y metálica, la temperatura ambiental sumó un par de grados, el aire en cambio quedó quieto y el silencio subyacente se transformó en algodón y verano. Nada hacía prever que “aquello” estaba presente entre nosotros, rozándose con nuestro sexto sentido sin hacerse notar.
   
    Le di un beso a Claudia en la mejilla y me despedí de ella con una sonrisa. En cambio sus ojos se cayeron y rodando como canicas huyeron desde la punta de sus pequeños zapatos hasta un punto increíblemente lejano a metro y medio en el suelo. No sé a qué venía aquella expresión de tristeza pero logró desplomar las comisuras de mis labios. Le dije: “Tranquila, Claudia, no serán más que unas horas. Luego volveré a por ti, cariño. ¿Vale?”
    Claudia no respondió con la voz. Sólo asintió resignada con la cabeza mientras los ojos se le convertían en estrellas tristes. Me costó mucho darme la vuelta y dejarla allí abandonada en mi conciencia, que no en la realidad. Me prometí no mirar atrás, a pesar de sus sollozos, y mientras me alejaba pensé en por qué la tristeza se parece tanto a un objeto sólido que obedece a la ley de Newton: Los labios, los ojos, los hombros, el cuerpo, las lágrimas, el ánimo… Todo se cae. Antes de subir al coche, oí llamar a filas a las profesoras, me pareció abandonar a mi pequeña Claudia en una guardería marcial. Subí al auto, puse la radio y las noticias consiguieron hacer interferencias en mis pensamientos en el camino hacia el trabajo.

    Hay mañanas aburridas y mañanas aburridas, ésta era una de ellas. No tanto por falta de trabajo como sí por exceso de concentración. Creo que me estaba concentrando demasiado en el vuelo de las ideas, que en este caso se asemejaban a auténticas moscas: pequeñas, voladoras y huidizas, a la vez que insistentes. La imagen de Claudia llorando en la puerta de la guardería me asaltaba de vez en cuando, estrujando mi corazón como si se tratara de un estropajo-salvauñas. Claudia perdió a su madre hace dos años y medio, justo su edad, al nacer. La perdió según mi suegra por negligencia médica, según el médico por eclampsia y según yo… A mi me da lo mismo que fuera un rayo que un trueno, no busco culpables ni solución, lo único que me preocupa es sacar a Claudia adelante como mejor pueda y que ella sea feliz. A veces he pensado en encontrar un nuevo amor que también quisiera adoptar a mi pequeña, pero me falta confianza. No hace mucho conocí a Silvia, era un encanto, creo que yo le gustaba a rabiar pero cuando se enteró de mi situación comenzó a demostrar claros síntomas de contrariedad: ternura, distanciamiento… Lo cierto es que yo tampoco puse mucho de mi parte, en cuanto noto que eso de ser padre soltero incomoda y causa admiración a la vez, me vuelvo pequeño y pongo pies en polvorosa. La verdad es que Silvia me gustaba mucho, no sé por qué diablos le dije eso de “jamás encontraré a nadie como a su madre”. Esa pequeña frase la hundió, no entendió que mi miedo usaba mi boca para expresarse, y acabó alejándose de mí.

    Lo que más me preocupa ahora no es nada de amores ni de madres, sino los seres. De un tiempo a esta parte, Claudia dice hablar con un amigo, sí, ya sé que es normal que los niños tengan amigos imaginarios. Pero lo extraño, lo que me preocupa, es el nombre de su amigo imaginario. Podría llamarse Juan o Pedro, incluso Ernesto o Aquilino, pero Praix… ¿qué tipo de nombre es?¿de dónde lo ha sacado? Y lo que me saca de mis casillas es el léxico que usa Praix, jamás escuché a Claudia ni a ningún otro niño de dos años decir: “¿Sabes, papá?, me ha dicho Praix que la oniromancia no es una ciencia, que más bien es un despiste de la Niña-Reina.”

   

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