13 de agosto de 2011

Del árbol quieto y deshojado




Apenas si caminó doscientos doce metros cuando se topó con un árbol esquelético al que se le notaban incluso las raíces. Ventura lo miró de arriba a abajo con los lentos ojos que amasan el secreto de una piel ajena, y seducido por los amplios pliegues que cincelaban su corteza pensó en lo quieto y en lo viejo, en el ser y el estar de aquel ceniciento enjambre, que más se asemejaba a los rayos de mil tormentas, invertidos e inmortalizados en piedra, que a ramas deshojadas. El silencio quedó prendido de los tallos desnudos sustituyendo a las hojas ausentes, mientras Ventura observaba en la copa del árbol una queda danza, mecida por el compás amalgamado de un viento travieso y suave. El sol vertía miel sobre los campos de gramíneas, tímidamente quebrados por angostos caminos de mieses aplastadas, quizá por el paso de labradores o quizá de chiquillos, cuando una gran ave de alas desplegadas hizo parpadear la luz con su sombra. Ventura salió de la hipnótica danza elevando un poco más su mirada, vio al ave atravesar el celeste hasta perderse en picado tras los oteros del norte. Y fue entonces cuando le preguntó algo a aquel árbol viejo, algo sobre el tedio y el otoño que se vislumbraba en su copa, algo sobre la quietud de su tronco y la huida ciega de sus raíces hacia el exterior de la tierra. Pero el árbol deshojado guardó silencio, y Ventura siguió caminando.

El camino real que conduce hasta la enigmática ciudad de Járiga estaba flanqueado por áureas tierras de cultivo que se atrevían a recortar en flecos las faldas de los Montes Cautivos. Ni una sola nube dejaba mácula de sombra sobre los suelos sembrados y ni una sola nube había en el cielo, porque sobre el cielo solo existía cielo y nada más que cielo y sol. Salió entonces desde el borde del camino una voz de modulación cansada que cantaba una canción sin letra, y Ventura contempló a una mujer que araba con sudor de hembra poderosa un trozo de tierra yerma. En nada quería pensar y en nada pensaba, toda su pretensión era dejar un hueco en cada instante para que el tedio lo rebosara con su espuma seca, sin embargo se acercó hasta la mujer.

-¿Cómo te llamas? -Preguntó.
-Mi nombre es Árida Márquez y soy sembradora de silencios.
-¿Y cuándo es el tiempo de cosecha de tus silencios, Árida?
-Cada día. Hoy mismo he recolectado varios tan hermosos como niños redondos que sonríen lunas entre la carne roja de sus labios.
-Pues nada veo crecer en esos surcos de siembra con los que andas peinando la tierra- dijo Ventura con tristeza y compasión. -Será que tus silencios crecen con hastío o que sus raíces son de aire o que siembras en un trozo de tierra yerma, pero nada veo crecer ahí; solo profundas heridas en la tierra. ¿Querrías enseñarme esos frutos de los que hablas?
-Sigue caminando desconocido, llevas tanto tedio sobre ti que no eres capaz de contemplar con regocijo ni siquiera una flor, ¿cómo podrías ser capaz de apreciar el embriagador aroma de mis silencios?

Y Árida Márquez guardó un silencio sobre el que Ventura siguió caminando.





3 comentarios:

  1. siiiiiiiiiiiii...Árida Márquez regresó... y qué razón llevaba, sólo las mujeres como ella son capaces de vislumbrar el tedio como si del aura se tratara... ¡pobre Ventura! ni siquiera puede contemplar con regocijo una flor...me gustaría abrazarlo.

    Perfecto relato, amigo Rove, perfecto de PERFECCIÓN... quiero más y quiero abrazar a Ventura...lo mismo hasta quiero abrazarme a mi.

    Te abrazo

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  2. Oh, sí... Árida Márquez necesita un poco de lluvia pero solo ella, que sabe tanto del desierto y la duna, es capaz de vislumbrar el alma que se impresiona por la inmensidad.

    Un abrazo de océanos, desiertos, altas cumbres y silencios.

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  3. ¡Que hermoso! Sembrar y recolectar silencios... Me gusta Árida Márquez.

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