18 de abril de 2012

EL FRUTO DEL OLVIDO

 (Maravilla, año 2053) Parte primera

Fotografía de Joseph Hart (stock.xchng)


Avanza la luz como un ejército implacable conquistando la sombra y tras ella, el incendio invisible del asfalto y las aceras. Pronto llegará el mediodía con sus antorchas de platino dejándole a la sombra apenas un minúsculo refugio entre los árboles y las balconadas. Pero yo sé que la sombra nunca se detiene y que ha de volver para perfilar la tarde con sus enormes láminas de grafito.

Había quedado con Maravilla a la hora en que el ocaso aspira el aire previo al bostezo y la luz se vuelve bronce: a las nueve y media, sobre el puente donde los coches hacen oleaje. Es tan similar: vienen desde lejos con su rumor de onda, rompen bajo el puente y, luego, el sonido de su retirada se confunde con los que se acercan de nuevo. A mí me gusta más el verdadero rumor del mar, y mucho más aún el del océano, porque el océano brama y su espuma se queda más tiempo sobre la arena.

Aún es temprano. La luz anda vistiéndose con un traje claro, luminoso, sin complementos, excepto por un abanico de agradable brisa que se balancea entre el ánimo y las horas como un ligero funámbulo. Yo no dejo de pensar en la hora-puente y, cuanto más pienso en ella, más lejana y eterna se me hace; así que con la intención de evadirme de mis pensamientos y de no seguir alimentando la caprichosa impaciencia del deseo inmediato, me aparté de la ventana. Desgasté la mañana con solícitos quehaceres, desmadejando las tareas de casa y procurando la compra ineludible del pan y del periódico después de dar un agradable paseo. El verano suele restarme apetito, aún así, comí abundantemente y me preparé un café con dos cubitos de hielo. Me acerqué hasta la blanca mesita del ordenador, tomé un trago de café y me encendí un tonto cigarrillo, de esos que se fuman por hábito y no por ganas; luego deslicé el ratón por la alfombrilla y la pantalla abandonó paulatinamente su color negro, pulsé sobre el icono del reproductor de música y, como quien abre el grifo de una bañera, le di al play; me sumergí al instante en las cálidas aguas del sonido. La canción estaba envuelta en una atmósfera de sueño profundo y noche de luna, todo un hechizo, y la voz de Lhasa, grave y profunda, se alzaba sobre ella con la sinuosidad de un gesto de cortesía: “En mi pago hay un árbol / que del olvido se llama / donde van a consolarse, vidalita, / los moribundos del alma”. Escuché el resto del embrujo en algún lugar remoto de la realidad o de la conciencia, no sabría concretar, y cuando éste acabó me quedé flotando en su eco silencioso y en la negra paz de mis párpados, más cerca del placer que del sueño.

El reloj resaltaba en color negro sobre fondo gris: un uno, un cuatro, dos puntos intermitentes, otro uno y un dos. Maravilla termina de trabajar en el obrador a las dos y media, aunque muchos días suele salir un poco más tarde; quizás aún esté a tiempo de llegar para esperarla a la salida... Ya estaba vestido, así que bajé al garaje y cogí el coche. Tardé un cuarto de hora en cruzar la ciudad por la ronda norte y cinco minutos más en encontrar aparcamiento. Seguí a pie, y a la contra, el camino que habitualmente ella recorría, pero no la encontré. El bochorno de esas horas cayó sobre mí como un pesado trono en el que se mecía la imagen tallada de una pequeña decepción. Volví hacia el coche dando un rodeo sin sentido por la manzana, apenas levantando la vista del suelo para registrar los posibles obstáculos del camino, hasta adentrarme en una plazuela flanqueada por árboles en línea, como peones de ajedrez, y edificios de media altura; entonces la encontré. Sus piernas, una sobre la otra y extendidas en línea oblicua, parecían vientos que amarrados a tierra quisieran asegurar el resto de su frágil figura. Levemente reclinada sobre el respaldo de un viejo banco, sacó de su bolso un paquete de tabaco de liar y, ajena a las paredes oceladas de los edificios, a la callada retirada de la sombra y a los asiduos transeúntes de la zona, se dedicó ensimismada a su elaboración; ni siquiera se dio cuenta de que me estaba acercando. Me detuve al cobijo de un árbol que defendía una pequeña parcela de sombra y me quedé observándola. Hubo una pequeña explosión entre sus dedos ―como un chasquido―, acercó la llama hasta prender el cigarrillo y avivó el incendio con una profunda y lenta aspiración. Después su rostro se volvió niebla.
La línea de combate entre la luz y la sombra estaba a punto de rozar sus pies. Tocó y conquistó sus tobillos, sus gemelos... Su piel se fue transformando en un resplandeciente desierto por el que caminé con la mirada, como un nómada que persigue la sombra. Y así, con el deseo de aprenderme la topografía de aquel desierto y todos los matices que lo llenaban de pulso y belleza, me desplacé por la roca de sus rodillas hasta las dunas superpuestas de sus muslos. Caminé sediento, y cuanto más caminaba, más denso y abrasador se volvía el clima; y más deseaba seguir avanzando; y más sed me entraba. Cuando el calor empezó a alcanzar temperaturas demasiado elevadas y la sed prendía mis instintos, me topé, en pleno desierto, con una jaima rosa palo y, bajo su sombra, desperté de mi viaje. Era el color de su vestido.
Maravilla alzó el cigarro en posición vertical hasta colocarlo a la altura de sus ojos, le dedicó una mirada llena de pensamientos remotos y lo lanzó al aire. Decidí acercarme ―si en ese momento hubiera mirado hacia la derecha me habría visto, pero no lo hizo―, había cerrado los ojos. Apenas me quedaban tres metros para llegar hasta ella cuando los abrió, flexionó sus piernas con naturalidad y reclinó su cuerpo hacia adelante, su rostro entró en zona de luz, entornó los párpados y se levantó con una sonrisa. Me recibió sin palabras, con un abrazo de hiedra trepadora y acomodando un beso en mi cuello. Nudos corredizos en mis brazos se deslizaron por su cintura, cerré los ojos.
Un haz de viento conducido iba erizando a su paso los poros de mi trapecio, de mi cuello, del lóbulo de mi oreja... y un suspiro de ojos cerrados invocó a través de mi oído una marabunta eléctrica que sacudió todo mi cuerpo, vibré como gelatina. Luego se aflojaron los nudos, volvió a pasar el aire entre nosotros y, formando una i griega con nuestros cuerpos, se encontraron nuestros ojos. Volví a viajar:
Ahora yo era un astronauta colgado en la inmensidad. Y el conjunto de sus iris y pupilas, galaxias de Andrómeda flotando sobre un blanco universo, el de su esclerótica. Y allí perdí la noción del tiempo y del espacio, y mis pensamientos pasaron fugaces como cometas perdidos en sus ojos. Floté ingrávido... floté hasta que la gravedad de algún rojo planeta me atrapó ―supongo que por el vértigo cerré los ojos― y caí sobre la mullida atmósfera de sus labios. Nada más que el beso, no existía otra cosa que el beso: Almohadas labiadas donde las lenguas retozan como linces cachorros; juguetonas mordidas de pausa y yema, de arrecife y playa, de jaula y cielo; y la cálida sensación de volver a movernos de nuevo por el líquido amniótico, hasta que fuimos abriendo los ojos a la luz del día, como recién naciendo.

―¡Has subido a verme! ―Me dijo con el implícito agradecimiento de un beso carnoso y una sonrisa radiante. Asentí. Le tomé las manos acercándola hacia mí, me volvió a besar, nos besamos. La acompañé hasta su coche azul y nos despedimos... y volvimos a despedirnos... y otra despedida más... Y cada uno siguió su camino con la promesa de volver a vernos cuando el sol se volviera tímido y se sonrojara carmesí, a las nueve y media.

(Siesta)
“Para no pensar en vos / en el árbol del olvido / me acosté una nochecita, vidalita, / y me quedé bien dormida.”

No hay comentarios:

Publicar un comentario