Aún en el aire la estela de aquel hombre doblando la esquina un coche se subió al bordillo y se apartó lo suficiente para permitir el tráfico. Coche rojo, intermitentes ambarinos, llantas limpísimas. La puerta del acompañante se abrió y salieron unas botas negras. Y entonces fue, ahí lo oí, el murmullo. Aquella primera vez fue tenue, delicado, casi insonoro, pero se hizo notar. La puerta se cerró, el coche se fue y el murmullo paró. Esa primera vez creí que fue algo que sonaba dentro del coche. La segunda vez sería a los pocos minutos, al pasar por la puerta automática del súper. La siguiente al abrir las vitrinas de los productos refrigerados, en varias ocasiones. La siguiente al llegar al portal de casa. Y una vez en casa sonaba por doquier. Se asemeja mucho a un dolor de muelas, que si te paras a sentirlo no es un dolor grande. Lo que duele es la constancia y la insistencia. Y el murmullo lo ocupa todo.
Aquella tarde noche instalé el arenero de Mía a un lado de mi cama, al otro su comida y el bebedero. Me aseguré de que todas las puertas estaban cerradas y allí nos quedamos las dos. Juro que no quería salir de la cama y a Mía le costó mucho entender eso de la puerta cerrada. He de decir que prefiero el maullido de la gata al murmullo. Miles de veces lo prefiero. Incluso dormir regular, porque se pasó la noche encima: pisándome, acomodándose, acicalándose; incluso no dormir preferiría.
Esa misma noche decidí que no podía seguir viviendo en la ciudad ni en cualquier lugar con más de una casa. Le di vueltas a la forma de vender o alquilar mi piso lleno de puertas y cómo haría para encontrar algo adecuado para mi nueva circunstancia de vida. Mía me interrumpía con su maullido de tanto en tanto, y pensé que si hoy fuera el día de ayer le abriría la puerta para que hiciera suya la casa, pero en este momento abrirle la puerta era darle acceso a un pasillo y ya. Qué mierda, cómo puede cambiar tanto la vida de un día para otro...
A la mañana siguiente sopesé que el tema de cambiar de vida no iba a ser algo tan inmediato como me gustaría. Llamé a una amiga manitas y le pedí por favor que me instalara una gatera en cada puerta interior de la casa. No lo entendió del todo, pero tampoco me pidió mucha explicación más allá de un "¿en todas?"
Y no paré de darle vueltas a cómo hacer con el trabajo, el dinero, la gente querida... Toda mi vida al traste por un murmullo que de pronto llegó con cada puerta abierta. El médico, pensé. Claro, iré a mi médico de cabecera a contarle que se me fue la "cabecera". Qué contarle, cómo enfocarlo, ¿y si fuera una enfermedad rara, pero conocida? ¿y si tuviera tratamiento, aunque fuera caro? Cada vez tenía más claro que por ahí estaba el camino. Fue quizás porque consideré que la forma en que apareció el murmullo, el choque con aquel hombre, la botella de cristal rota, el abrazo, aquel sentimiento de inmortalidad, aquella sensación indescriptible... Sí, quizás había revestido todo esto con un toque esotérico, vampírico, no sé. Quizás mi imaginación es un poni desbocado creyéndose caballo. Posiblemente.
Estrés. Un episodio de estrés no localizado. Cita con psicología en la seguridad social, un tratamiento que yo creí placebo y, sin duda, la sensación de haber sido infantilizada. Qué sensación de derrota descubrir que lo que creías que podía ser un camino de salida era otro recodo desesperante del laberinto. Ni médico de cabecera ni psicóloga ni medicación. Nada. Puede que haya que persistir, que los tratamientos necesiten de más tiempo, que la constancia y la paciencia sean aliadas ganadoras en el proceso. Puede. Pero no quiero. Quiero que el murmullo pare, que desaparezca. No me acostumbro a él. No me acostumbro.
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