23 de noviembre de 2012

La bien hallada




Photo credit: andrew c mace / Foter / CC BY-NC-SA


Al pequeño mus que pasó por allí rápido e indeciso aquello le debió parecer un otero, no sé si por pereza o porque intuyó que yo estaba allí prefirió bordearlo y desaparecer entre las verdolagas; para mí ese minúsculo otero era algo que esperaba que no fuese... Había un rastro reciente de la rodada de un vehículo y, a modo de cruz, en lo que creo era la cabecera de aquel montículo habían dejado clavada una pala, no había flores. El pequeño mus no se había alejado tanto como pensé, delataba su presencia el ruidito que hacían sus manos mientras escarbaba la tierra. Un frío de alcohol evaporándose se pegó a mi piel. Creo que lo más prudente sería llamar a la policía, me dije; pero estaba paralizado. La imaginación no es buena consejera en estos casos, levanta miedos infranqueables donde aún no ha sucedido nada. ¿Y si no era el mus el que andaba rascando? Afiné el oído. Por una de esas razones que no puedes explicarte, y sí que puedes comprender, no fui capaz de moverme para avisar a la policía pero en cuanto creí dar por seguro que allí habían enterrado a alguien vivo, me puse a sacar tierra como si fuese el agua de un barco en el que me hundía.

No tardé mucho. Cavar no es un trabajo sencillo en esta tierra, es dura como el invierno y seca como el verano, y el que hizo esto, suponiendo que fuera uno solo, no profundizó más de lo necesario. Me costó más tiempo romper la tapa de aquella caja desvencijada que quitar la tierra que había encima. Logré astillar una de las esquinas de la tapa lo suficiente para que entrara el borde de la pala y la fui usando como palanca por todo su alrededor mientras percibía que nada se movía en su interior. Quizá sólo transcurrieran diez o quince minutos desde que emprendí la empresa con determinación y, si al principio me enfrenté a la paralización por miedo, ahora parecía abrasarme la más horrible de las derrotas: la hermosa mujer de cabello pelirrojo estaba muerta, había llegado tarde. Sollocé vencido por la retirada inesperada de la adrenalina y me incliné sobre la tierra. Mi cabeza se torturaba a sí misma sin motivo, decidí no hacerle caso y comprobar si realmente había perdido el pulso. Miré la cara de aquella chica, quizá treinta años aventuré, y antes de hacer lo previsto quise comprobar que el resorte que precipitó toda aquella función no habían sido las manitas del mus, dirigí la vista hacia la yema de los dedos y arrugué la cara con tímido alivio. Cuando le tomé la muñeca para hallar latido, un seco ruido me descubrió una especie de pequeña radio que se había deslizado hasta el suelo de la caja, en un hueco a la altura de la cadera. Débil y monótono, como si se aburriera, palpitaba el pulso de la enterrada viva. Cogí aquel objeto de color gris y lo examiné sin verlo en realidad, mis ojos se posaban en él mientras mi mente oteaba en ese gris y delimitado aparato el mismo infinito. Evitó, al cabo de un evo, mi dedo pulgar la tecla con un circulo rojo para posarse como un pesado pájaro sobre la de play. La voz que supuse era de la pelirroja contaba que su nombre era Viento y cosas sobre sus creencias pero no usaba el tono de urgencia desesperada de los que son enterrados vivos. A pesar de dejar claro al final de la grabación que era consciente de que iba a morir sepultada, su voz modulaba casi rayando la normalidad, como si eso le sucediera a diario. Escuché la grabación un par de veces más y lo único que saqué en claro era que me gustaba su nombre. Viento me parecía un nombre precioso.






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