9 de febrero de 2025

III - Meditación: un crisol para la locura





 

Foto de Nicollazzi Xiong

 

Sábado. No he salido en todo el día del salón-cocina. El sofá cama está en formato cama y, me da algo de vergüenza decirlo, me he hecho con una bacinilla. Reels, crucigramas, lectura, pelis, series, ejercicios online... Rozando la locura. Quiero tirarme de los pelos y gritar, pero no quiero salir. Me da pavor abrir la puerta. Mía está conmigo la mayor parte del tiempo, creo que sabe que las cosas han cambiado. Estoy tan obsesionada que creo escuchar el murmullo hasta cuando bascula la gatera. Lo último que he hecho en el día ha sido escribir, vaciada de pensamientos, sin brújula, como una autómata, sin sentido. Se me ha ido la olla, creo haber escrito por lo menos treinta hojas tamaño folio por ambas caras. Pero no voy a leerlo, por lo menos hoy, quizás mañana tampoco.

 

Domingo. Hoy he abierto algunas de las puertas de casa y cerrado casi a la vez: las de mi cuarto para coger ropa interior y una muda nueva de pijama; la del baño para hacer pis y darme una ducha infinita. Y he vuelto al salón-cocina. Mía está echada sobre el sofá cama tapándose los ojos con una de sus patas delanteras. Me enternece verla. Me cambiaría por ella si eso fuera posible. Tengo que tranquilizarme con el murmullo, con la angustia que me crea. Estoy segura de poder llevarlo mejor de lo que lo estoy llevando. Son muchos días dándole vueltas a un nuevo método de combate, esta vez no le he puesto la expectativa tan alta como con el médico. Sí, es posible que fracase, pero tengo que intentarlo.

 

El día es frío y turbio como un asesino alevoso. Aún así, amortiguo la luz que entra por las ventanas corriendo las cortinas y la atmósfera de la habitación se vuelve pesada y acogedora. Como si fuera un kit estándar preparo velas, incienso, pongo una lista de música relajante y me dispongo a conectar con mi respiración, a sincronizar el tiempo a mi latido. Sí, sé que sería mejor hacerlo sin música ni aromas, pero necesito que mis sentidos estén ocupados, tengo la certeza de que les estoy despistando para que dejen a mi mente en paz.

Medito.

Solo respiración, silencio y algo más: un ralentí tenue que sé que siempre me ha acompañado. Esto no es murmullo, esto pertenece a la angustia de sentirse viva, a esa maravilla terrible. Respiración y atención: el silencio es imposible mientras haya pulso; la atención es parcial mientras haya sentidos. Y pese al ruido de la vida, medito fuerte, si eso es posible; por lo menos le pongo empeño. Lo hago lo mejor que puedo, sin exigencia, sin buscar la perfección. Sí, he dicho lo mejor que que puedo sin exigencia porque no es necesario activarla para hacerlo lo mejor posible. Es necesario activar el propósito, la intención y la dirección. 

Creo que la acción de meditar es algo así como intentar definir el amor: un crisol. Desconfía de quien te dice cómo meditar o cómo amar, no son guías ni gurús ni maestros. Son egos manipuladores que se empeñan en el tragicómico y hastiado concepto de llevar la razón o de iluminar un camino y dejar a oscuras el resto. Dicho de otra manera: han encontrado su verdad y quieren hacerla tuya. Es el virus, el contagio de las ideas, esa enfermedad no descubierta aún. Se parece al murmullo en su cantinela, en esa pertinente obsesión por estar siempre presente. Quizás estoy sobrepasada por esta mierda y empiezo a odiar a cualquiera que sepa encontrar paz y por eso pienso estas tonterías. Intento volver: medito en busca de silencio, intentando convertir el no-hacer en acción.

Sí, creo que me viene bien. Quizás funcione, quizás este sea el remedio al insidioso murmullo.






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26 de enero de 2025

Murmullo II - Mundo menguante





 

Aún en el aire la estela de aquel hombre doblando la esquina un coche se subió al bordillo y se apartó lo suficiente para permitir el tráfico. Coche rojo, intermitentes ambarinos, llantas limpísimas. La puerta del acompañante se abrió y salieron unas botas negras. Y entonces fue, ahí lo oí, el murmullo. Aquella primera vez fue tenue, delicado, casi insonoro, pero se hizo notar. La puerta se cerró, el coche se fue y el murmullo paró. Esa primera vez creí que fue algo que sonaba dentro del coche. La segunda vez sería a los pocos minutos, al pasar por la puerta automática del súper. La siguiente al abrir las vitrinas de los productos refrigerados, en varias ocasiones. La siguiente al llegar al portal de casa. Y una vez en casa sonaba por doquier. Se asemeja mucho a un dolor de muelas, que si te paras a sentirlo no es un dolor grande. Lo que duele es la constancia y la insistencia. Y el murmullo lo ocupa todo.


Aquella tarde noche instalé el arenero de Mía a un lado de mi cama, al otro su comida y el bebedero. Me aseguré de que todas las puertas estaban cerradas y allí nos quedamos las dos. Juro que no quería salir de la cama y a Mía le costó mucho entender eso de la puerta cerrada. He de decir que prefiero el maullido de la gata al murmullo. Miles de veces lo prefiero. Incluso dormir regular, porque se pasó la noche encima: pisándome, acomodándose, acicalándose; incluso no dormir preferiría. 

 

Esa misma noche decidí que no podía seguir viviendo en la ciudad ni en cualquier lugar con más de una casa. Le di vueltas a la forma de vender o alquilar mi piso lleno de puertas y cómo haría para encontrar algo adecuado para mi nueva circunstancia de vida. Mía me interrumpía con su maullido de tanto en tanto, y pensé que si hoy fuera el día de ayer le abriría la puerta para que hiciera suya la casa, pero en este momento abrirle la puerta era darle acceso a un pasillo y ya. Qué mierda, cómo puede cambiar tanto la vida de un día para otro...

 

A la mañana siguiente sopesé que el tema de cambiar de vida no iba a ser algo tan inmediato como me gustaría. Llamé a una amiga manitas y le pedí por favor que me instalara una gatera en cada puerta interior de la casa. No lo entendió del todo, pero tampoco me pidió mucha explicación más allá de un "¿en todas?"

Y no paré de darle vueltas a cómo hacer con el trabajo, el dinero, la gente querida... Toda mi vida al traste por un murmullo que de pronto llegó con cada puerta abierta. El médico, pensé. Claro, iré a mi médico de cabecera a contarle que se me fue la "cabecera". Qué contarle, cómo enfocarlo, ¿y si fuera una enfermedad rara, pero conocida? ¿y si tuviera tratamiento, aunque fuera caro? Cada vez tenía más claro que por ahí estaba el camino. Fue quizás porque consideré que la forma en que apareció el murmullo, el choque con aquel hombre, la botella de cristal rota, el abrazo, aquel sentimiento de inmortalidad, aquella sensación indescriptible... Sí, quizás había revestido todo esto con un toque esotérico, vampírico, no sé. Quizás mi imaginación es un poni desbocado creyéndose caballo. Posiblemente.


Estrés. Un episodio de estrés no localizado. Cita con psicología en la seguridad social, un tratamiento que yo creí placebo y, sin duda, la sensación de haber sido infantilizada. Qué sensación de derrota descubrir que lo que creías que podía ser un camino de salida era otro recodo desesperante del laberinto. Ni médico de cabecera ni psicóloga ni medicación. Nada. Puede que haya que persistir, que los tratamientos necesiten de más tiempo, que la constancia y la paciencia sean aliadas ganadoras en el proceso. Puede. Pero no quiero. Quiero que el murmullo pare, que desaparezca. No me acostumbro a él. No me acostumbro.






10 de enero de 2025

Murmullo I - Harina quemada

 


Sucede al abrir las puertas. Siempre. Suena como si fueran chorros de una fuente o el curso de un arroyo. Pareciera relajante, pero es perturbador. Impide la concentración, exige atención constante.

No me entendáis mal. No dice palabras, amenazas o instrucciones. Murmura. Todo el rato. Hasta que las puertas se cierran, entonces calla.

He instalado gateras en todas las de casa. Mía se pone nerviosa cuando están cerradas y empieza a maullar, y si las abro aparece el murmullo y soy yo la que se pone nerviosa y casi maúlla. Ahora ella puede ir de habitación en habitación como le place. A mí me cuesta más. Tengo que hacerlo rápido. Supongo que al haber estado expuesta tanto tiempo mi tolerancia ha disminuido y me he vuelto hipersensible al "murmullo". He probado de todo: tapones para los oídos, curanderos, brujas, psicólogas, psiquiatras, drogas, remedios caseros y milenarios, de todo. Y el murmullo sigue con su runrún de motor perpetuo. Me hace mal, me sienta mal, me desvanece, me quita el ánimo, me vacía. No puedo soportarlo. Y me hace temer a las puertas abiertas. Sí, me he vuelto obsesiva con las puertas. Necesito que estén cerradas y abrirlas cuanto menos mejor. Y si no hay más remedio, hacerlo rápido. Abrir, pasar, cerrar. Esa secuencia de 3 pasos tan sencilla es una condena. Si solo tuviera que hacerla yo todo sería fácil, pero la gente no se da cuenta. Y, sí, me pongo hecha un obelisco, soy una puta desquiciada, lo sé, pero es que han de entenderlo. Han de entender que tras cruzar una puerta esta tiene que cerrarse. Siempre. Siempre. Que no se puede dejar entreabierta o siquiera entornada. Cerrada como un cero, como una o. 

El murmullo comenzó al principio del verano pasado cuando choqué con un hombre por la calle. Íbamos en sentido contrario, no nos vimos y nuestros hombros se golpearon. A él se le cayó una bolsa en la acera. Unas cuantas naranjas rodaron, un paquete de velas de té se dejó ver y una botellita con un líquido apacharanado se rompió y se derramó. Él se puso muy nervioso, se echó las manos a la cara, recuerdo que pensé que se iba a poner a llorar. Yo solícita recogí las naranjas y cuando me dispuse a recoger los cascotes de vidrio de la botella rota él se volvió loco diciéndome que no los tocara. Pero tarde. Me asustó con aquel pronto y me corté con uno de los trozos. Él se puso verde o no sé de qué color, como si yo hubiera cometido un sacrilegio. Aseguraría que a aquel tipo le había sobrevenido el peor susto de su vida. Y luego sí, se puso a llorar. Yo intenté calmarlo, no me parecieron cosas importantes, así que también le ofrecí dinero por si podía reponerlas, le pedí disculpas repetidas veces, me sentí culpable y torpe, desubicada y contrariada. Aquel tipo, más corpulento de lo que parecía, hizo un gesto inequívoco de buscarme para un abrazo, así lo entendí yo, así lo hice. Aquel tipo me apretó, puso su boca cerca de mi oído y un aliento de funerales me atravesó por el sentido del tacto, mis ojos veían lo que decía, en mis oídos brotó un barotrauma y quedó un gusto rancio a harina quemada en mi boca. Sentí tanta angustia, tantísima tristeza. Sentí el dolor de la inmortalidad, la losa de permanecer para siempre donde sentir el abandono. Y durante al menos un minuto fui incapaz de respirar. A pesar de todo no quería soltarme ni que me soltara, había en su abrazo algo atractivo, algo de hogar primigenio. Y me colgué de él mientras que me quiso abrazar. Poco a poco fue aflojando hasta separarse, me miró y en sus ojos encontré compasión. Lo siento, me dijo. Sacó del bolsillo de su chaqueta una bolsa de tela plegada, recogió todo como pudo, incluso los cristales más pequeños, luego empapó en pañuelos de papel el líquido de color ciruela y se fue.


Allí me quedé yo, como un koala en la catedral de Burgos. Observé cómo se marchaba y cómo desaparecía su cuerpo al doblar la esquina. Me fijé en su chaqueta, en sus pantalones, en sus zapatos y en su forma de caminar. Un tipo normal tirando a invisible.