29 de noviembre de 2012

Naufragio vocacional



Montículos de sal en el Salar de Uyuni, Bolivia.
(Foto: Luca Galuzzi - http://www.galuzzi.it)


Me preguntó que si sabíamos amar,
y entonces una gran ola 

ribeteada de espuma 
nos arrastró hasta su cama. 
Nuestros cuerpos, 
frágiles veleros en un océano de sábanas, 
navegaron ambas pieles. 
Y resultó que sí, 
que sabíamos a mar.


23 de noviembre de 2012

La bien hallada




Photo credit: andrew c mace / Foter / CC BY-NC-SA


Al pequeño mus que pasó por allí rápido e indeciso aquello le debió parecer un otero, no sé si por pereza o porque intuyó que yo estaba allí prefirió bordearlo y desaparecer entre las verdolagas; para mí ese minúsculo otero era algo que esperaba que no fuese... Había un rastro reciente de la rodada de un vehículo y, a modo de cruz, en lo que creo era la cabecera de aquel montículo habían dejado clavada una pala, no había flores. El pequeño mus no se había alejado tanto como pensé, delataba su presencia el ruidito que hacían sus manos mientras escarbaba la tierra. Un frío de alcohol evaporándose se pegó a mi piel. Creo que lo más prudente sería llamar a la policía, me dije; pero estaba paralizado. La imaginación no es buena consejera en estos casos, levanta miedos infranqueables donde aún no ha sucedido nada. ¿Y si no era el mus el que andaba rascando? Afiné el oído. Por una de esas razones que no puedes explicarte, y sí que puedes comprender, no fui capaz de moverme para avisar a la policía pero en cuanto creí dar por seguro que allí habían enterrado a alguien vivo, me puse a sacar tierra como si fuese el agua de un barco en el que me hundía.

No tardé mucho. Cavar no es un trabajo sencillo en esta tierra, es dura como el invierno y seca como el verano, y el que hizo esto, suponiendo que fuera uno solo, no profundizó más de lo necesario. Me costó más tiempo romper la tapa de aquella caja desvencijada que quitar la tierra que había encima. Logré astillar una de las esquinas de la tapa lo suficiente para que entrara el borde de la pala y la fui usando como palanca por todo su alrededor mientras percibía que nada se movía en su interior. Quizá sólo transcurrieran diez o quince minutos desde que emprendí la empresa con determinación y, si al principio me enfrenté a la paralización por miedo, ahora parecía abrasarme la más horrible de las derrotas: la hermosa mujer de cabello pelirrojo estaba muerta, había llegado tarde. Sollocé vencido por la retirada inesperada de la adrenalina y me incliné sobre la tierra. Mi cabeza se torturaba a sí misma sin motivo, decidí no hacerle caso y comprobar si realmente había perdido el pulso. Miré la cara de aquella chica, quizá treinta años aventuré, y antes de hacer lo previsto quise comprobar que el resorte que precipitó toda aquella función no habían sido las manitas del mus, dirigí la vista hacia la yema de los dedos y arrugué la cara con tímido alivio. Cuando le tomé la muñeca para hallar latido, un seco ruido me descubrió una especie de pequeña radio que se había deslizado hasta el suelo de la caja, en un hueco a la altura de la cadera. Débil y monótono, como si se aburriera, palpitaba el pulso de la enterrada viva. Cogí aquel objeto de color gris y lo examiné sin verlo en realidad, mis ojos se posaban en él mientras mi mente oteaba en ese gris y delimitado aparato el mismo infinito. Evitó, al cabo de un evo, mi dedo pulgar la tecla con un circulo rojo para posarse como un pesado pájaro sobre la de play. La voz que supuse era de la pelirroja contaba que su nombre era Viento y cosas sobre sus creencias pero no usaba el tono de urgencia desesperada de los que son enterrados vivos. A pesar de dejar claro al final de la grabación que era consciente de que iba a morir sepultada, su voz modulaba casi rayando la normalidad, como si eso le sucediera a diario. Escuché la grabación un par de veces más y lo único que saqué en claro era que me gustaba su nombre. Viento me parecía un nombre precioso.






16 de noviembre de 2012

Me llaman Viento

Por ChangHyun Bang (stock.xchng)
    

    Me llaman Viento, y cierto será que mi verdadero nombre carece de importancia. Nací lejos de cualquier lugar cuando eso aún era posible, en una zona afanada en decorarse con zumaques, chaparros y olivos. Por lo que he conocido hasta ahora, puedo asegurar que provenir de un apartado entorno rural se asemeja, si no suplanta o sustituye, al salvajismo. Así es como me creen: Salvaje.
    No venero más religión que la tierra, el cielo y mi cuerpo. ¿Cómo podría alejarme de estos elementos sagrados, si mis padres me enseñaron que son los que nos unen? En mis veintitrés años de vida he encontrado a infinidad de personas que tomaban por verdad suprema los asombrosos cuentos que me relataban, me hablaron de dioses, de sentimientos positivos, del amor, del diablo y las fuerzas malignas que equilibran el mundo, del odio, de la voluntad, del dinero, la ciencia, la inteligencia… Y pese a toda esa cínica verborrea pude comprobar que siempre acabábamos unidos por lo mismo que los animales: la tierra, el cielo y nuestros cuerpos. ¡Cuántas noches bailando juntos, bebiendo y riendo mientras disfrutábamos de una espléndida luna! ¡Cuántos días tumbados en la arena mientras nos arrullaba el océano y el sol nos calentaba! 


    Paso, en serio. Jamás intentaré convencer a nadie de mis razones sagradas. Conozco a los humanos, seguro que intentan convertirlas en religión o en motivo de chanza, hasta yo lo haría… Sí, sí, yo venero y ridiculizo todas mis cosas sagradas a diario, no vaya a ser que caduquen. Pero… Pido disculpas por este speech, como dicen los modernos, disculpas y perdón, no quería pasear por estas veredas en tan importante compañía como la tuya, querido grabador de voz en mp3. Se me hace mogollón de raro hablarte, maquinita gris. Sin embargo, no tengo mejor manera de tomar apuntes en estas circunstancias. Jo, cuánto me gusta mi nombre: ¡Viento! Me parece fantástico. Me lo puso mi amigo Carlos un día de verano por razones que es mejor no contar… Como no podéis verme, os digo que estoy sonriendo como una luna creciente, casi os parecerá escuchar mi risa y todo. Creo que hay pasados que son como una vela apagada, ya no puedes verla brillar pero sabes por donde viste su luz y hacia donde dirigirte para encontrarla. 


    Se ha encendido el pilotito rojo de “poca batería”. Si has escuchado esto es porque has encontrado mi cielo, mi tierra y mi cuerpo. Definamos mi cuerpo a estas alturas como algo insustancial, digamos que mi tierra es todo eso que me sepultaba, incluyendo esta especie de cajón en el que me han metido. Y, por último, entendamos que mi cielo es todo esto que habéis escuchado, sobre todo lo que no os he contado, pero os aseguro que es azul, brillante y soleado. Cada vez parpadea con más intensidad el pilotito rojo, es lo único que ilumina la madera de esta especie de ataúd en el que estoy metida ¿Verdad que es bonito mi non




10 de noviembre de 2012

Acetato de celulosa 1




Por Zeafonso - stock.xchng



     Ya desde pequeño me encantó eso de ojear álbumes de fotos. Y desde que conocí a Julieta, mi primera novia, decidí crear mis propias colecciones; nos echamos cientos de fotografías juntos, todas muy inocentes. Eso sí, procuraba que saliéramos los dos porque era imprescindible que yo apareciera junto a ella en un alto porcentaje. Nada tiene que ver con el egocentrismo, lo mío es solo una tendencia innata por la inmortalidad. Los hay quienes persiguen este mismo fin ejercitando otras disciplinas, música, pintura, escritura e incluso fotografía. Por eso quiero aclarar que lo mío nada tiene que ver con el noble arte de la fotografía; lo mío es otra cosa, una modesta búsqueda de la inmortalidad en un tiempo no vivido.

    Lo de llevar los carretes para revelar a una tienda me parecía una aberración, un suicidio voluntario de la propia intimidad. Solo llevé el primero de ellos, luego me encargué de conseguir el material y conocimientos necesarios para hacerlo yo mismo. El revelado se convirtió en todo un ritual, tanto que llegó a impedir el avance de la tecnología digital en mi mundo. Sabía que mi actitud era una pataleta, como aprobar y no querer pasar de curso, sin embargo el rito del revelado me satisfacía tanto que me atrevería a decir que daba sentido a mi existencia. Ver cómo iban apareciendo poco a poco las imágenes sumergidas en el líquido revelador tenía para mí un toque de explorador, de observador y descubridor pausado que sólo he conseguido igualar, aunque de lejos, viajando a nuevos lugares. Como si se tratase de mi primer amor, que lo era, al segundo carrete de imágenes de Julieta le tengo un especial cariño. Me costó mucho sacar las imágenes al papel, en ellas aparecíamos los dos en multitud de posturas cariñosas: abrazos, besos de pico, miradas encendidas, manos agarradas y muchísimas variantes de lo mismo. Teníamos 12 años. Nuestra relación duró unos 6 meses y cuando terminó dejamos de hablarnos, así tenía que ser. Yo me hice el dolido y con un arte recién descubierto emulé un despecho contrariado, haciéndole llegar a Julieta una copia de todas las fotos que nos hicimos. Se las entregué en una caja de madera parecida a un pequeño cofre, le dije que prefería que se las quedase ella. E intuí que así iba a ser, por eso la acepté como novia, porque ella sería incapaz de destruirlas.

     A pesar de ser un chico bastante atractivo tardé casi un año en empezar una nueva relación. No fue por falta de oportunidades, tenía que ver con la “idoneidad”. Ese era el término que utilicé para elegir novia, no me pareció inteligente coger cualquier tren que se moviera: yo tenía una dirección. Con Julieta fue algo que hice a nivel de subconsciente pero con Carlota emergió de las aguas el Zeus de la Premeditación con su vigorosa presencia. Ella era tres años mayor que yo y llevaba aparato y carpeta forrada con recortes de revistas. En nuestro primer encuentro me devoró, no sabía que se podían hacer todas esas guarrerías ni que dieran tanto placer. Nos divertíamos de lo lindo en multitud de lugares que nos servían de íntimo escondrijo. El motivo de “idoneidad” de Carlota fue su madre. La conocí por casualidad cuando acompañé a la mía al dentista. El dentista resultó ser la madre de Carlota. Se presentó como Sandra y para que me entretuviera mientras trataba a mamá me dejó un álbum de fotografías familiares. A mí no me sorprendió que lo hiciera, era evidente que se me notaba que esos objetos me gustaban, eso es algo que se detecta al primer vistazo, pero se excusó ante mamá diciendo que le habían robado la última revista que tenía. Después me miró a mí y con un timbre de voz complaciente y autoritario me advirtió que tuviera mucho cuidado con él.

     Las fotos eran de gente que no conocía, tampoco conocía a Carlota aún, pero Sandra me contó cuando terminó con los empastes de mamá que esa chica tan guapa era su hija pequeña y que estudiaba en el colegio de Santa María del Mar (y creo que no me lo dijo por decir). Luego revisó el álbum en busca de destrozos o ausencias y lo colocó con delicadeza de jardinero de nuevo en la estantería. Esto último fue lo que me convenció: el amor y cuidado que puso en aquel libro de fotografías. No se me pasó por alto el hecho de que a pesar de tenerle tanta estima se lo prestara a un chico de 14 años recién cumplidos.
Tuve la suerte de que uno de mis amigos de la pandilla, el Iván, que no era el más ligón pero sí el primero que dejó de ser virgen, se echó por novia a una tal Laura Ruíz que estudiaba en el María del Mar y que ésta era a su vez íntima de Carlota. El mundo es una botella cerrada y todos estamos dentro hasta que a la Muerte le da por llenar su copa, y parece ser que le gusta beber mucho. Las fotos con Carlota empezaron siendo inocentes pero cuando le dije que yo mismo controlaba todo el proceso y que ningún extraño tenía acceso a su revelado, ella misma fue la que insinuó que podíamos meter la cámara como tercer integrante de nuestras correrías. Todo nuestro sexo quedó registrado para siempre en unas tiras de acetato de celulosa que yo me he encargado de preservar. A Carlota la atropelló un coche cuando cruzó a todo correr y sin mirar la calle frente a la puerta de entrada del María del Mar, corría porque llegaba tarde y jamás llegó. Murió al día siguiente por un derrame cerebral. Todavía, después de 42 años, no he conseguido aliviar el peso de culpa que adquirí.  Ya sé que yo no podía hacer nada por evitarlo pero es tan abisal la sensación de impotencia ante tal suceso que lo único que te queda es eso: la impotencia. Y la impotencia es frustración, pena y culpa, todo mezclado. Carlota es la única de mis novias a la que no le pude hacer llegar las fotografías. Estuve a punto de mandárselas todas a Sandra, su madre, pero dado el alto contenido sexual que tenían me contuve. Eso sí, le envié todas las decentes, que eran más de trescientas, en una caja de cartón blanco junto a una carta donde le indicaba que me parecía justo que las guardara ella. En cierta manera creo que la muerte de Carlota consiguió que mis fotos llegaran a las mejores manos posibles. Y cuando digo mis fotos no me refiero a que las echara yo, que también, sino a que yo aparecía en muchas de ellas junto a Carlota.

     Éstas fueron mis dos primeras novias, las dos tienen su propia habitación en mi memoria. Y como toda habitación está predispuesta a cambios en la decoración y disposición del mobiliario, me parece increíble cómo se han ido adaptando a mis modas, han sido cambios sutiles pero constantes, tantos que ya no recuerdo las habitaciones originales. Puedo afirmar sin vergüenza alguna que me sé el computo total de novias y amantes que he tenido. En lo referente a novias he tenido 23, y la relación más larga fue de 3 años, con Alicia. Amantes he tenido unas pocas más, muchas de ellas alternadas dentro de mis relaciones estables. Si dijera el número total me acabarían tachando de fanfarrón... Yo creo que he tenido, y aún tengo, tantas conquistas porque mi objetivo final no es el sexo, lo mío es algo mucho más noble: una modesta inmortalidad.

     Alicia fue el único nombre que no se repitió entre todas mis mujeres. Que fuera la relación más larga que tuve tiene su sentido y es que Alicia, estoy seguro, había salido de un cuento de hadas surrealista. Todo en ella era ilógico, practicamos actividades fuera de lo común y eso quedó retratado para siempre por varias de mis cámaras. Por aquel entonces no solo tenía una buena colección de amantes y fotografías, también de cámaras y objetivos. Mi legado consiste en todo un catálogo de imágenes sin mucho interés artístico pero que en su conjunto, nadie podrá negarlo, son un proyecto de vida muy ambicioso. Realmente tampoco es que me importe mucho que mi trabajo sea reconocido, lo que me importa es otra cosa. Las mejores fotos que tengo con Alicia las hice con una Polaroid, la Supercolor 1000, un día que nos fuimos al campo. Ella me lo propuso con seriedad “¿Por qué no nos vamos al campo? Pero no a un campo cualquiera sino a cualquier campo”. Dicho y hecho, la cebada ya tenía una altura considerable así que nos metimos dentro y ahuecamos una superficie circular para retozar. Nos desnudamos, hicimos el amor y echamos algunas fotos. Lo que más me gustaba de la Polaroid era su inmediatez. Nos habíamos llevado como almuerzo unos bocadillos empapados en aceite de oliva y rellenos de jamón serrano. Alicia los enriqueció con espigas de cebada y nos parecieron sabrosísimos, luego jugamos a una variante de la brisca que ella misma inventó en aquel momento, consistía en poner las cartas en la mano de manera que tu contrincante supiera las cartas que tenías pero tú no. Fue muy divertido, Alicia ganó tres partidas y yo perdí cinco según su cómputo. Como ella había ganado eligió esconderse y yo tenía que encontrarla cámara en mano. No la encontré, intuyo que se habría hecho pequeña pequeñísima, y a la media hora ya estaba cansado del juego y le grité que ya no me apetecía seguir jugando pero no respondió.

     Un campo cualquiera está delimitado por mojones o lindes naturales pero cualquier campo es inmenso. Decidí volver donde la ropa y las mochilas, me costó mucho tiempo no medido y lento como tortugas somnolientas encontrarlo. Y allí estaba ella, tumbada desnuda sobre las mieses y durmiendo como un gato. Saqué de mi mochila con mucho cuidado la Minolta XD7 y gasté varios carretes intentando fotografiar sus sueños, su descanso, sus ojos, sus posturas, su sexo, sus pechos, sus labios, sus caderas; después me uní a la fiesta y gasté otro carrete para los dos. Es la única vez que no salgo en mis fotos, salían partes de mi cuerpo pero el mayor representante de mi yo, que es mi rostro, ni siquiera asomó. Quizá porque las fotos las hice pensando en Alicia en la hora previa al ocaso o por un impulso incontrolable son las mejores fotos que tengo, emocionalmente por lo menos.
Alicia me dejó poco tiempo después. Me dijo que de vuelta a casa se había encontrado algo en el suelo, un objeto mate casi sin brillo que le había llamado la atención, me lo mostró. Yo le dije que eso era una piedra blanca de las que usan para decorar los jardines y ella me respondió que necesitaba enamorarse de un pitufo, que los príncipes azules miraban las cosas con mucha prepotencia. Se acercó la piedra blanca a los labios y la besó dejándole marcado el carmín de frambuesa y arándanos que tanto le gustaba, la encerró entre las palmas de ambas manos. Me pidió que juntara mis manos como si fuera a rezar y que se las ofreciera, luego ella pasó sus manos entre medio de las mías y depositó su tesoro. -Ciérralas, ciérralas- me dijo con urgencia-, no dejes que le de la luz, podría velarse. Sonrió abiertamente y me dijo con voz de niña: Bueno, me voy al país de nunca jamás. Y se fue.

     Tengo ordenados y catalogados todos los negativos por fechas y nombres en cajas de madera. Tuve que alquilar una pequeña bajera para guardarlas. No solo eso, desde Coral comencé también a escribir una breve historia de cada una de ellas: cómo nos conocimos, qué cosas les gustaban, cómo terminamos y otros detalles que me parecían importantes: pecas, manchas en la piel y otras singularidades físicas. Lo que más me llamaba la atención eran sus traumas, los anotaba todos. Afortunadamente Coral fue la primera de mis amantes, coincidió en tiempo con mi tercera relación, Laura. Así que no me costó mucho hacer memoria sobre Julieta y Carlota.
Muchas de esas cajas son solo nombres y fotos con caras distintas donde todo es una repetición: posturas, sonrisas, poses... Pero toda colección tiene sus “marcapáginas” y sus tesoros, algunos de estos tesoros son oscuros como la obsidiana. Es el caso de Mercedes que me pidió que fotografiara su muerte, se suicidó delante de mí. Si te interesa saber qué método usó a mí no me apetece recordarlo. Todavía no sé cómo demonios acepté aquel juego. La policía me hizo muchas preguntas, les dije que simplemente me la encontré así al llegar a casa, que éramos pareja y que por eso tenía una copia de las llaves del apartamento. A veces pienso qué pasaría si alguien encontrara alguno de estos catálogos oscuros.

     Te cuento todo esto porque quiero que cuides mi colección. Tengo 56 años -lo sé soy aún muy joven- y un cáncer galopante que está convirtiendo mis células en ceniza. Moriré pronto. Quiero que sepas que sin duda alguna, de todas mis mujeres, tú eres mi favorita. Y la más guapa... No llores, por favor. Mira, esta es la llave de la bajera, el día que yo muera la encontrarás dentro de la efe, en la enciclopedia de conocimientos generales; mientras tanto quiero pedirte un favor. Quiero que me fotografíes cada día, no creo que mi vida dé para más de un par de semanas, y quiero que salgas a mi lado en un alto porcentaje de las fotos. En estos días te enseñaré cómo se revela en el cuarto oscuro, mis trucos y manías con la luz, el tipo de cámara y los objetivos que suelo utilizar y porqué y, ante todo, quiero que comprendas el verdadero sentido de mi proyecto de vida. Y te digo una cosa: si deseas echar tus fotos con esos diablos de cámaras digitales sin alma tú misma has de idear la forma de catalogar tu obra. En lo que a mí, y a nosotros, respecta todas las fotos que me hagas serán con cámara tradicional. Quiero que apuntes todo lo que yo te diga y sobretodo quiero que me prometas una modesta inmortalidad, ¿lo harás?.

1 de noviembre de 2012

Claudia



Billy Frank Alexander - stock.xchng



    Hay ocasiones en que los cambios son tan imperceptibles que no se ven -y hay que observar con ojos de lechuza- hasta que no desvelamos la foto: La luz cambió de brillo, más dorada y metálica, la temperatura ambiental sumó un par de grados, el aire en cambio quedó quieto y el silencio subyacente se transformó en algodón y verano. Nada hacía prever que “aquello” estaba presente entre nosotros, rozándose con nuestro sexto sentido sin hacerse notar.
   
    Le di un beso a Claudia en la mejilla y me despedí de ella con una sonrisa. En cambio sus ojos se cayeron y rodando como canicas huyeron desde la punta de sus pequeños zapatos hasta un punto increíblemente lejano a metro y medio en el suelo. No sé a qué venía aquella expresión de tristeza pero logró desplomar las comisuras de mis labios. Le dije: “Tranquila, Claudia, no serán más que unas horas. Luego volveré a por ti, cariño. ¿Vale?”
    Claudia no respondió con la voz. Sólo asintió resignada con la cabeza mientras los ojos se le convertían en estrellas tristes. Me costó mucho darme la vuelta y dejarla allí abandonada en mi conciencia, que no en la realidad. Me prometí no mirar atrás, a pesar de sus sollozos, y mientras me alejaba pensé en por qué la tristeza se parece tanto a un objeto sólido que obedece a la ley de Newton: Los labios, los ojos, los hombros, el cuerpo, las lágrimas, el ánimo… Todo se cae. Antes de subir al coche, oí llamar a filas a las profesoras, me pareció abandonar a mi pequeña Claudia en una guardería marcial. Subí al auto, puse la radio y las noticias consiguieron hacer interferencias en mis pensamientos en el camino hacia el trabajo.

    Hay mañanas aburridas y mañanas aburridas, ésta era una de ellas. No tanto por falta de trabajo como sí por exceso de concentración. Creo que me estaba concentrando demasiado en el vuelo de las ideas, que en este caso se asemejaban a auténticas moscas: pequeñas, voladoras y huidizas, a la vez que insistentes. La imagen de Claudia llorando en la puerta de la guardería me asaltaba de vez en cuando, estrujando mi corazón como si se tratara de un estropajo-salvauñas. Claudia perdió a su madre hace dos años y medio, justo su edad, al nacer. La perdió según mi suegra por negligencia médica, según el médico por eclampsia y según yo… A mi me da lo mismo que fuera un rayo que un trueno, no busco culpables ni solución, lo único que me preocupa es sacar a Claudia adelante como mejor pueda y que ella sea feliz. A veces he pensado en encontrar un nuevo amor que también quisiera adoptar a mi pequeña, pero me falta confianza. No hace mucho conocí a Silvia, era un encanto, creo que yo le gustaba a rabiar pero cuando se enteró de mi situación comenzó a demostrar claros síntomas de contrariedad: ternura, distanciamiento… Lo cierto es que yo tampoco puse mucho de mi parte, en cuanto noto que eso de ser padre soltero incomoda y causa admiración a la vez, me vuelvo pequeño y pongo pies en polvorosa. La verdad es que Silvia me gustaba mucho, no sé por qué diablos le dije eso de “jamás encontraré a nadie como a su madre”. Esa pequeña frase la hundió, no entendió que mi miedo usaba mi boca para expresarse, y acabó alejándose de mí.

    Lo que más me preocupa ahora no es nada de amores ni de madres, sino los seres. De un tiempo a esta parte, Claudia dice hablar con un amigo, sí, ya sé que es normal que los niños tengan amigos imaginarios. Pero lo extraño, lo que me preocupa, es el nombre de su amigo imaginario. Podría llamarse Juan o Pedro, incluso Ernesto o Aquilino, pero Praix… ¿qué tipo de nombre es?¿de dónde lo ha sacado? Y lo que me saca de mis casillas es el léxico que usa Praix, jamás escuché a Claudia ni a ningún otro niño de dos años decir: “¿Sabes, papá?, me ha dicho Praix que la oniromancia no es una ciencia, que más bien es un despiste de la Niña-Reina.”

   

29 de septiembre de 2012

Un regreso



© María Pan


Praix puede orientarme, pensé.

    Después de pasar excesivo tiempo en Entremundos comencé a llamarlo “el mundo real”, mientras que Járiga se diluía en mi memoria como una gota de Mercromina en un gran estanque. Me resistía a seguir creyendo en Járiga como otro mundo posible, me resistía a pesar de todo lo vivido y todo lo que conocí de ese lugar. Una de las razones principales era que aquí, en Entremun… Perdón, en el mundo real, ninguna de las personas que conocía sabía de su existencia, las más benévolas la tildaban como “tu mundo imaginario”, mientras que la mayoría optaba por la simple indiferencia. Así, de a poquito, iba siendo absorbido por el embudo opaco de la cotidianidad, dejándome caer sumiso por su torbellino dictatorial como una piedra que obedece la ley gravitatoria. Alguien me dijo en una ocasión que la fe era como una vela, pero la mía en lugar de iluminar está empeñada en derretirse. No es fácil ser enlazador de mundos, si es que alguna vez lo fui. A parte de Járiga existe tal infinidad de ellos que conocerlos todos sería un infausto propósito, por eso tuvo que ser un sueño. 


    Aquella estatua… ¿Cómo era, cómo se llamaba? Gabriela, eso es, imponía tanto su quieta presencia en el centro de Plaza Grande con su ánfora de secretos; La Taberna de La Curia donde encontré a mi maestro antes de toda aquella persecución a través de los bosque de Phéser… Todo un sueño, incluso mis juegos con Praix desde que éramos niños. Todo ha sido un enorme y fantástico sueño que debí empezar en no se qué momento de mi niñez, un sueño que he llegado a creer real. Pero ya estoy poniendo los pies en la tierra, he decidido dejar de escuchar los trinos de mis pájaros, ¡he de estar loco!


    Si Járiga fuese real podría ir ahora mismo y visitar a Sena, la niña de eterna infancia, o pedir audiencia con su majestad La Niña Reina en el palacio del Amaraun, o asombrarme con las cosas imposibles que crean los imaginartesanos. Ha sido todo un bonito sueño que ya dura demasiado, se ha metido tan dentro de mí que puedo hablar de él como una certeza y eso es algo que ha de ser ominoso por fuerza. Járiga es una invención, he aceptarlo.
    La lavadora se puso histérica, le encanta armar escándalo con el centrifugado, y me desvió de mis pensamientos. Tiré los ojos por la ventana y en el exterior los recogió un día estupendo, el verde del parque parecía haberse ruborizado, aunque sería más correcto decir “verdorizado”, y la luz velaba platinos en sus destellos. Un largo paseo me haría bien, un largo paseo con música.


    Cualquier cosa, se moviera por su voluntad o no, bailaba al compás de la música que me inundaba, el título de la canción: Vita Brevis. Todo fluía con lentitud de lava, imaginé que ardía todo mi pasado bajo la tierra candente y encontré tanta paz que sonreí. Creo que esa es la máxima expresión de la paz interior, la sonrisa completa de todo lo que soy. Sin darme cuenta la música iba cambiando y con ella mis emociones y mi percepción de las cosas. Así de falsa es la realidad. 


    1689 XFS, 4758 HHF y 1878 GVB fueron las matrículas de los tres únicos coches que se cruzaron en mi camino antes de apartarme por el puente de alemanes hacia los caminos sin asfaltar de Aranzadi. No sé por qué motivo empezó a ser mi número fetiche, bueno, digamos que preferí olvidar los motivos. Lo cierto es que no podía ser casualidad que la suma de los dígitos de cada matrícula me llevara a él. No quise subir hacia la parte vieja de la ciudad a través del Portal de Francia, me desvié hacia la izquierda y me encaminé por la Bajada de Labrit. Es un tramo muy transitado por los vehículos que suben y bajan hacia Txantrea y Arrotxapea. En el breve tiempo que usé en subir me crucé con veinte matrículas más que me llevaron a mi número fetiche, era un hecho demasiado inusual para no fantasear con los atrevidos poderes de la numerología. Entré en la parte vieja de la ciudad por Dormitalería escuchando una canción titulada “Violin Solo”. Volví a pensar en Praix mientras me aparté a un lado de la estrecha calle para que pasara un furgón de reparto, su matrícula 4857 HSH: La luz del día tembló, la calle seguía siendo de piedra y estrecha pero ya no estaba en Pamplona.

 

18 de abril de 2012

EL FRUTO DEL OLVIDO

 (Maravilla, año 2053) Parte primera

Fotografía de Joseph Hart (stock.xchng)


Avanza la luz como un ejército implacable conquistando la sombra y tras ella, el incendio invisible del asfalto y las aceras. Pronto llegará el mediodía con sus antorchas de platino dejándole a la sombra apenas un minúsculo refugio entre los árboles y las balconadas. Pero yo sé que la sombra nunca se detiene y que ha de volver para perfilar la tarde con sus enormes láminas de grafito.

Había quedado con Maravilla a la hora en que el ocaso aspira el aire previo al bostezo y la luz se vuelve bronce: a las nueve y media, sobre el puente donde los coches hacen oleaje. Es tan similar: vienen desde lejos con su rumor de onda, rompen bajo el puente y, luego, el sonido de su retirada se confunde con los que se acercan de nuevo. A mí me gusta más el verdadero rumor del mar, y mucho más aún el del océano, porque el océano brama y su espuma se queda más tiempo sobre la arena.

Aún es temprano. La luz anda vistiéndose con un traje claro, luminoso, sin complementos, excepto por un abanico de agradable brisa que se balancea entre el ánimo y las horas como un ligero funámbulo. Yo no dejo de pensar en la hora-puente y, cuanto más pienso en ella, más lejana y eterna se me hace; así que con la intención de evadirme de mis pensamientos y de no seguir alimentando la caprichosa impaciencia del deseo inmediato, me aparté de la ventana. Desgasté la mañana con solícitos quehaceres, desmadejando las tareas de casa y procurando la compra ineludible del pan y del periódico después de dar un agradable paseo. El verano suele restarme apetito, aún así, comí abundantemente y me preparé un café con dos cubitos de hielo. Me acerqué hasta la blanca mesita del ordenador, tomé un trago de café y me encendí un tonto cigarrillo, de esos que se fuman por hábito y no por ganas; luego deslicé el ratón por la alfombrilla y la pantalla abandonó paulatinamente su color negro, pulsé sobre el icono del reproductor de música y, como quien abre el grifo de una bañera, le di al play; me sumergí al instante en las cálidas aguas del sonido. La canción estaba envuelta en una atmósfera de sueño profundo y noche de luna, todo un hechizo, y la voz de Lhasa, grave y profunda, se alzaba sobre ella con la sinuosidad de un gesto de cortesía: “En mi pago hay un árbol / que del olvido se llama / donde van a consolarse, vidalita, / los moribundos del alma”. Escuché el resto del embrujo en algún lugar remoto de la realidad o de la conciencia, no sabría concretar, y cuando éste acabó me quedé flotando en su eco silencioso y en la negra paz de mis párpados, más cerca del placer que del sueño.

El reloj resaltaba en color negro sobre fondo gris: un uno, un cuatro, dos puntos intermitentes, otro uno y un dos. Maravilla termina de trabajar en el obrador a las dos y media, aunque muchos días suele salir un poco más tarde; quizás aún esté a tiempo de llegar para esperarla a la salida... Ya estaba vestido, así que bajé al garaje y cogí el coche. Tardé un cuarto de hora en cruzar la ciudad por la ronda norte y cinco minutos más en encontrar aparcamiento. Seguí a pie, y a la contra, el camino que habitualmente ella recorría, pero no la encontré. El bochorno de esas horas cayó sobre mí como un pesado trono en el que se mecía la imagen tallada de una pequeña decepción. Volví hacia el coche dando un rodeo sin sentido por la manzana, apenas levantando la vista del suelo para registrar los posibles obstáculos del camino, hasta adentrarme en una plazuela flanqueada por árboles en línea, como peones de ajedrez, y edificios de media altura; entonces la encontré. Sus piernas, una sobre la otra y extendidas en línea oblicua, parecían vientos que amarrados a tierra quisieran asegurar el resto de su frágil figura. Levemente reclinada sobre el respaldo de un viejo banco, sacó de su bolso un paquete de tabaco de liar y, ajena a las paredes oceladas de los edificios, a la callada retirada de la sombra y a los asiduos transeúntes de la zona, se dedicó ensimismada a su elaboración; ni siquiera se dio cuenta de que me estaba acercando. Me detuve al cobijo de un árbol que defendía una pequeña parcela de sombra y me quedé observándola. Hubo una pequeña explosión entre sus dedos ―como un chasquido―, acercó la llama hasta prender el cigarrillo y avivó el incendio con una profunda y lenta aspiración. Después su rostro se volvió niebla.
La línea de combate entre la luz y la sombra estaba a punto de rozar sus pies. Tocó y conquistó sus tobillos, sus gemelos... Su piel se fue transformando en un resplandeciente desierto por el que caminé con la mirada, como un nómada que persigue la sombra. Y así, con el deseo de aprenderme la topografía de aquel desierto y todos los matices que lo llenaban de pulso y belleza, me desplacé por la roca de sus rodillas hasta las dunas superpuestas de sus muslos. Caminé sediento, y cuanto más caminaba, más denso y abrasador se volvía el clima; y más deseaba seguir avanzando; y más sed me entraba. Cuando el calor empezó a alcanzar temperaturas demasiado elevadas y la sed prendía mis instintos, me topé, en pleno desierto, con una jaima rosa palo y, bajo su sombra, desperté de mi viaje. Era el color de su vestido.
Maravilla alzó el cigarro en posición vertical hasta colocarlo a la altura de sus ojos, le dedicó una mirada llena de pensamientos remotos y lo lanzó al aire. Decidí acercarme ―si en ese momento hubiera mirado hacia la derecha me habría visto, pero no lo hizo―, había cerrado los ojos. Apenas me quedaban tres metros para llegar hasta ella cuando los abrió, flexionó sus piernas con naturalidad y reclinó su cuerpo hacia adelante, su rostro entró en zona de luz, entornó los párpados y se levantó con una sonrisa. Me recibió sin palabras, con un abrazo de hiedra trepadora y acomodando un beso en mi cuello. Nudos corredizos en mis brazos se deslizaron por su cintura, cerré los ojos.
Un haz de viento conducido iba erizando a su paso los poros de mi trapecio, de mi cuello, del lóbulo de mi oreja... y un suspiro de ojos cerrados invocó a través de mi oído una marabunta eléctrica que sacudió todo mi cuerpo, vibré como gelatina. Luego se aflojaron los nudos, volvió a pasar el aire entre nosotros y, formando una i griega con nuestros cuerpos, se encontraron nuestros ojos. Volví a viajar:
Ahora yo era un astronauta colgado en la inmensidad. Y el conjunto de sus iris y pupilas, galaxias de Andrómeda flotando sobre un blanco universo, el de su esclerótica. Y allí perdí la noción del tiempo y del espacio, y mis pensamientos pasaron fugaces como cometas perdidos en sus ojos. Floté ingrávido... floté hasta que la gravedad de algún rojo planeta me atrapó ―supongo que por el vértigo cerré los ojos― y caí sobre la mullida atmósfera de sus labios. Nada más que el beso, no existía otra cosa que el beso: Almohadas labiadas donde las lenguas retozan como linces cachorros; juguetonas mordidas de pausa y yema, de arrecife y playa, de jaula y cielo; y la cálida sensación de volver a movernos de nuevo por el líquido amniótico, hasta que fuimos abriendo los ojos a la luz del día, como recién naciendo.

―¡Has subido a verme! ―Me dijo con el implícito agradecimiento de un beso carnoso y una sonrisa radiante. Asentí. Le tomé las manos acercándola hacia mí, me volvió a besar, nos besamos. La acompañé hasta su coche azul y nos despedimos... y volvimos a despedirnos... y otra despedida más... Y cada uno siguió su camino con la promesa de volver a vernos cuando el sol se volviera tímido y se sonrojara carmesí, a las nueve y media.

(Siesta)
“Para no pensar en vos / en el árbol del olvido / me acosté una nochecita, vidalita, / y me quedé bien dormida.”

9 de abril de 2012

Eléctrica Ana



Fotografía de hummel_12 (Stock.xchng)


La que tiene las ideas cargadas de electricidad es Ana, sigue empeñada con ese tema desde hace tres meses y a veces me entran ganas de hacerla desaparecer, como si yo fuera un mago; pero uno de esos magos que tienen poderes de verdad no un ilusionista. Ayer en el funeral de la abuela estuvo tan callada como la abuela, casi diría que más pero eso es imposible, Ana respira. ¿Has pasado alguna vez cerca de una central eléctrica deteniéndote a escuchar el zumbido continuo que emite la electricidad? Es algo así como un yuuuuuuu... Pues ese era el mismo sonido que emitía Ana con su mirada, tuve que aguantarlo durante todo el funeral. Tensión y electricidad en un silencio de nubes voluminosas.

Me emocioné cuando su prima, cómo se llamaba... Ah, sí, Lucía... Pues como te iba diciendo, me emocioné cuando Lucía, la prima de Ana, se acercó hasta la tierra, cogió un puñado con la mano y lo lanzó sobre la urna con las cenizas de la abuela. La urna era una preciosidad. No te rías pero quedaría de lujo en la cocina para guardar el Nesquick o el café o el azúcar. Me pareció un gesto hermosísimo el de Lucía. Y luego está lo de las cenizas; yo siempre me había imaginado aquello de esparcirlas al viento sobre el mar pero la opción de enterrarlas en tierra como debe ser, y no en un nicho, jamás la había tenido en cuenta. Fíjate que si llegamos a esparcir parte de las cenizas en el mar, la abuela hubiera terminado su existencia unida a los cuatro elementos: quemada, volada, enterrada y ahogada, ¿quién puede aspirar a nada más después de toda una vida de entrega a los demás?
Estuvimos casi una hora entre el funeral y el reencuentro familiar y después nos fuimos a tomar algo a un bar que había cerca con un nombre peculiar: El ocaso del plata. Para mí que los dueños eran argentinos aunque resultaron ser del pueblo de toda la vida. Por su parte Ana no hizo ni abrir la boca, no fueran a meterle una caja fúnebre en ese nicho, aunque sus ojos lo decían todo. No creo que estuviese triste por lo de la abuela, eso ya lo tenía asumido, es que seguía rumiando y rumiando el tema. Cuando se le mete algo en la cabeza a la muy... En fin, tampoco me apetece levantar mierda pero es que es una cabezota de tres pares. La primera vez que hizo alusión al tema fue el día que me subieron el sueldo. Yo tenía pensado llevarla a cenar sushi a un restaurante oriental para celebrarlo pero empezó a sacar ese tema y al final acabamos discutiendo y durmiendo en camas separadas, sin sueño y sin cena. ¡Menudo perrenque nos agarramos!

A la mañana siguiente me acerqué hasta su cama con el desayuno como ofrenda para la reconciliación, ni siquiera me sonrió, no me dio las gracias, tampoco dijo nada. Agachó la cabeza después de beberse el zumo y mirando al edredón se comió la tostada. Yo pensé que estaba avergonzada y no me lo tomé a mal pero cuando retiraba la bandeja me lo volvió a decir. Su voz sonó a mis espaldas como el agua de un pequeño riachuelo, débil y clara. Hice como que no la oí y me fui para la cocina como un globo rojo hinchado a base de plomo. En mi cabeza acababa de entrar una borrasca que calmé abriendo el grifo y lavando la vajilla. No volví a visitarla, ese día salí de casa y no regresé hasta bien entrada la madrugada.
Cuando volví me acosté de nuevo en el sofá cama, leí un capítulo del bosque de los zorros, de Arto Paasilinna, y como no me enteré de nada coloqué el marcapáginas en el mismo lugar que estaba. Al despertar encontré a Ana en el perigeo, mis pensamientos eran invisibles para el Hubble, las calles habían sido borradas por un ataque nuclear de los Estados Desunidos y los ratones se comieron todos los cables de maniobra de los electrodomésticos. Nada funcionaba como debía. Nada era.

Ana cruzó, sin entrar y sin mirar, el marco de la puerta de mi habitación. Puso el reproductor del salón: La música estaba en inglés y la letra en clave de sol. Me la imaginé bailando con el pelo alborotado y me levanté para verla en su bruja danza solitaria. No sé en qué estaba pensando, debió írseme la olla; cuando llegué al salón descubrí a Ana inmóvil y desnuda frente a la televisión, lloraba. Me sobrecogió tanto la escena que me acerqué a ella para abrazarla y pedirle perdón. Ella tomó mi acercamiento como una victoria y volvió a proponerme el tema casi como un susurro de rendición al oído. Tengo que reconocerme desarmado en ese momento, lo mío eran piedras contra tanques, se me escapó la lágrima que me esforzaba en mantener dentro del párpado, cuando ésta alcanzó la comisura de mis labios no lo pensé y la besé, y en silencio me marché de casa. Estuve en varios bares y cuando ya no me mantenía en pie llamé a Javier, que vino a recoger no sé cuánto de mí yo qué sé adonde. No volví a casa ni hablé con ella en una semana.

El último intento fue el definitivo, cuando lo imposible se convierte en una asidua posibilidad es mejor dejar de intentarlo. Luché contra la sensación de derrotismo, pensaba que aún podía intentar arreglarlo pero en el fondo sabía que eso era improbable. Así que le dije a Ana que lo nuestro se acabó, alquilé un apartamento de 68 metros cuadrados y me sumí en cientos de lecturas y noches transversales que se alimentaban de la luz del sol. Me costó mucho, lloré como un Abril justo y le quité las pilas a todos los relojes que encontré en mi caminar. No volví a verla hasta ayer cuando nos encontramos en el cementerio.

Habían pasado ya dos meses y medio desde nuestra separación. Me acojonó la idea de volver a verla y a punto estuve de no acudir al funeral. Cuando nos vimos, se instaló entre nosotros el mismo silencio que debió encontrarse Dios antes de la creación. Ni ella ni yo nos acercamos. El funeral como ya te he dicho fue muy emotivo, me gustó mucho el gesto de Lucía y lo pasamos bien en El ocaso del plata. Jorge nos contó anécdotas muy divertidas de su trabajo y fue un gusto escuchar las carcajadas de Sofía, la sobrina de Julián el de Valencia. Al final de la tarde, un poco antes de que todos nos separáramos, Ana se acercó hasta mí, me preguntó que cómo me encontraba y lució su mejor sonrisa. Hablamos un rato sobre asuntos de familia y cosas absurdas. Luego me pidió que si me importaba acercarla a casa y yo le dije que no, que no me importaba. Pensé que el tiempo y la distancia habían dejado todo ese tema atrás, en el olvido negro del universo. Pensé pensé.

Si en el camino de regreso ella no hubiese sacado de nuevo el tema, el coche no se hubiera convertido en una central eléctrica. Cuando recuerdo la escena soy capaz de abstraerme y escuchar el sonido que emitía el Opel Corsa allá por donde pasaba, su “yuuuuuuuu...” continuo y áspero. Tanto se cargó la atmósfera dentro de habitáculo que ambos lloramos como nimbos consentidos. Se me pasó por la cabeza estrellar el coche contra cualquier sitio estrellable y acabar de una vez para siempre con este absurdo tema. Ana dejó de llorar, me pidió que parara el coche en el arcén; cuando lo hice me obligó a mirarla, me pidió que la perdonara, me besó y me contó sus razones. Jamás se me habría pasado por la cabeza que sus motivos tenían una base tan fácil de entender... Me sentí tan ruin como un ladrón de indigentes, si es que a éstos les queda algo de alma; muy muy ruin.

Esta mañana he sido yo quien ha sacado el tema. Le he dicho que me gustaría hacerlo realidad; por si acaso, he añadido. Ana me ha mirado con profunda tristeza, se ha acercado hasta mí y me ha rodeado la cara de un bofetón. ¡Me lo tengo bien merecido, por capullo!

2 de abril de 2012

El día que ella rompió conmigo


(Stock.Xchng)


Nos levantamos la misma mañana en la misma cama, al mismo tiempo, pero en otra casa. Ambos, ella y yo, los dos. Los dos pensamos en lo mismo, justo en lo mismo. Pusimos la radio pública de fondo en la cocina y nos emborrachamos con un desayuno de magdalenas empapadas en whisky irlandés. Nos habíamos propuesto hacer todos los sábados algo que jamás haríamos y esto de las magdalenas borrachas dejó de estar en la lista. Entre los dos ingredientes de este suculento desayuno nos gastamos 57 euros y pico, dinero bien invertido pues a la mitad de la botella, o con la primera bolsa, ya nos reíamos como auténticos chimpancés, nuestras palabras tenían un nosequé acuoso que se derramaba por los labios, y el sonido que salía de nuestras bocas pesaba tanto que la fuerza de gravedad lo estampaba contra el suelo apenas brotar. Un desayuno así es como miel para osos, nos pusimos tontos de momento. Intentamos bailar al ritmo de la sintonía del programa en emisión, que nos debió parecer maravillosa; no creo que fuera una música idónea para bailar pero ella se movía, o así lo viví, con la gracia de Paloma Herrera y yo, yo no sé, quizás algo así como un Leonardo Dantés venido a menos. Después de lo del baile ya no me acuerdo de casi nada, lo demás lo sé porque ella, esta era otra, y la policía me lo han contado.

Todo empezó a torcerse, supongo, cuando decidimos coger el coche para subir a lo alto del monte San Cristobal, queríamos gritar con una A múltiple desde lo más alto de la ciudad. No recuerdo de qué manera llegamos hasta la cima con aquel pequeño Volkswagen Polo de color azul. Allá arriba, luego a la noche, habría fuegos artificiales y besos de carne en estanques de agua templada, miradas sostenidas y cuellos frágiles para morder, algún perro jugando por allí y, quizá, nieve. Corría el mes de Julio. Pero en ese momento, a la mañana, lo único que se dejaba notar era el silencio tenso que precede a un grito doble.

Gritamos, ambos, ella y yo, los dos. Y mientras el grito se convertía en un proyectil apretábamos los párpados y las mejillas para enfatizarlo, casi era posible verlo flotar por el viento, así, con los ojos cerrados. Durante todo el tiempo en que llenamos la atmósfera de miles de cientos de aes nuestras manos permanecieron entrelazadas. Esas manos unidas eran nuestro personal estrecho de Gibraltar, parecíamos mares desahogándose.
Algunas vocales chocaron frontalmente contra la Torre Basoko, que se giró confundida con sus mil ojos como ventanas, no dijo nada pero se nos quedó mirando. Nos acabábamos de desgritar y eso, eso era destruir estrellas o reventar globos de agua donde la energía liberada quedaba sin dueño. Y no tenía dueño porque sólo se puede poseer aquello que está condensado, por eso antes de este momento ambos teníamos un grito y ahora, ahora ya no. Nos besamos, ella y yo, claro, y nos dejamos caer sobre la tierra para observar el cielo. Aún estábamos muy borrachos pero, y de esto sí que tengo un buen recuerdo, nos dejamos caer desde el cielo.

Según el informe policial, para el testigo J. H. C. las carreteras de montaña están siempre ebrias y son peligrosas como serpientes. Dice que nos vio bajar por la que une el Fuerte de San Cristobal con Artica a bordo de un Volkswagen Polo pero que el vehículo parecía conducirse a sí mismo puesto que ambos nos íbamos mirando y riendo sin prestar atención a la carretera. Debíamos de ser nosotros, la descripción que hace J. H. C. es un vivo retrato de los dos, de ella y de mí, de ambos. Y por si acaso se nos ocurría tumbar su declaración argumentando que muchas parejas podían acogerse a tales características, la numeración de la matrícula volvía mudas todas nuestras intenciones. Sé que era la matrícula correcta, no porque me la supiera de memoria sino porque sus cuatro números sumaban 24.
Otros testigos dijeron vernos por la ronda. Según estos, que iban todos dentro de sus coches, un hombre se encontraba escribiendo relatos en la línea blanca que delimita el arcén de la autovía, mientras que una chica escribía versos de amor en la línea discontinua, un verso por cada línea. ¡Qué sé yo! No recuerdo nada de lo escrito. Lo que sí recuerdo es hacerlo muy lento, pensé que si la gente que iba dentro de sus coches a toda velocidad podía leer algo esto serían palabras lentas, horneadas a la manera del pan rústico. Mi relato de arcenes y fantasías terminó en la rotonda del Decathlon, también referenciada como la glorieta de Berriozar, los poemas de ella acabaron en el mismo lugar. Fue entonces cuando nos detuvo la policía, según parece hacíamos el amor en la rotonda y provocamos algunos accidentes. ¿Provocar? Yo creo que si cada quién hubiese estado a lo suyo, nada hubiera ocurrido. Pero difuminemos responsabilidades y aceptemos que la gente que tenía que estar conduciendo no es responsable de sus acciones cuando una pareja está haciendo el amor. Por lo que a mí respecta, yo sí estaba a lo mío y no a lo de los demás. Ella también, estoy seguro, eso es algo que se siente, es como si llueve y notas la lluvia en la cara. Hicimos el amor con amor, centrados en el pequeño universo de ambos, el de los dos. El mundo que giraba a nuestro alrededor lo hacía en una rotonda. 


Llegaron.

Se acercaron hasta nosotros un par de siluetas recortadas en la tiniebla clara del sol, era una pareja de policía con sus respectivas esposas de la mano, todo muy familiar. Menudo trabajo tienen que realizar en ocasiones nuestros agentes del orden y la ley. Me pareció escuchar a uno de ellos carraspear, pensé que lo mismo tenía un grito dentro que no sabía cómo soltar, antes de decir un ”disculpen” muy educado cargadito de captadores de atención y alevosía. La policía siempre usando armas. “Disculpen” era un proyectil destinado a matar el amor hecho acción. Paramos, eso sí, nos seguíamos queriendo. Les prestamos atención aunque yo personalmente no les disculpé, seguirían siendo culpables siempre siempre de los jamases. Nos presentaron a sus esposas, creo que con cierta tristeza, y luego con educación nos llevaron hasta su coche resplandeciente, su coche de feria. No sé todo lo que nos dijeron en el trayecto hasta comisaría ni me pareció importante. La única diferencia entre ellos y nosotros era un traje, sus ideas y razonamientos me parecían absurdos pero de sus bocas nacían palabras hechas para tener dentro peso de verdad, así les aplastaran los pies. Yo estaba muy enamorado o quizá muy borracho pero solo tenía ojos para ella. Creo que los agentes nos detuvieron porque no sabían nada de amor, porque se pensaban gente realista e inteligente, por eso nos detuvieron en el centro de aquella rotonda invadiendo también el centro de nuestro mundo. No les disculparé nunca. Mientras ellos hablaban, ella me miró, sus ojos eran constelaciones y yo un astronauta privilegiado, sus labios húmedos como babosas esbozaron un te quiero, y yo sonreí.

No logro entender cómo consiguió sacar una de sus manos de las esposas, pero lo hizo. Todo sucedió en un clic de ratón. Ella, sin apartar su sonrisa de mis ojos alargó la mano hasta la parte delantera del coche policial -debería haber estado protegido con metacrilato o algún rollo de esos pero no, era un coche viejo o de ronda, no entiendo nada de coches de policía-, agarró la pistola del municipal que iba conduciendo y con mucha destreza quitó el seguro, me seguía sonriendo, y se voló la tapa de los sesos.

8 de marzo de 2012

Borroso



Imagen de Carlos Aguiar (stock.xchng)


-¡Es la décima cerveza de luna que te tomas Jonás, ya está bien, para!

-No tiene sentido que intentes pararme ahora que ya me has servido tanto
, querido Ventura. ¿Quizá sabes del eclipse? Creo que no. Lo tuyo es la impaciencia y las ganas de vivir, sobretodo desde que caminaste hasta Járiga y conociste a Sena. Dime, ¿dónde te llevó? O mejor no me digas, no te creas, en este momento no estoy en condiciones de prestarte atención, estoy borracho como hace eternidades. He de decirte también que mi maestro, Bohemundo, aquél que luego llamaron El Necio, ya me advirtió de los peligros a los que se expone un enlazador ante el alcohol pero yo ni caso. ¡Qué asco me doy, amigo! ¡Anda, sácame otra cerveza de luna y haz noche en tu juicios y valores! Sólo quiero beber hasta morir, nada más.

-Como desees, Jonás. Recuerda que no habrá ningún viento al que llamar si las cosas se tornan brumosas como la leche de las elefantas, si tu memoria se disuelve como el azúcar en las encías o si acabas como una nube magnánima convertido en charco donde los cielos se reflejen. Recuerda que no habrá ningún viento al que llamar cuando te desplomes. Y por favor, págame antes de que te sirva. Ya sabes cómo va esto.

Jonás se tambaleó mientras echaba mano al bolsillo. Agarró un puñado de monedas y cuando abrió la mano para ponerlas sobre el mostrador un puñado de escarabajos corrieron en su lugar en todas las direcciones. Ambos los vieron alejarse. Ventura gimoteó. Jonás se volvió ceniza y se esparció por el suelo. Se acabaron por hoy los malos pensamientos de Jonás, quizá mañana encontrará paz en su espíritu. Ahora Jonás conoce la nada pero no podrá recordarla.

23 de febrero de 2012

El beso



Antes de que su mano se convirtiera en la planicie de una meseta, hubo formado, uniendo la punta de sus dedos, un tulipán rosado; en su vértice posó los labios como dos ocasos y lo besó, luego sopló su mano abierta con un rayo de viento y dejó media sonrisa colgada para siempre en mi memoria. 

Se dio la vuelta como una puerta giratoria, desenfocó la vista un segundo -esto me lo imagino- y se fue acabando conforme la calle se alejaba. 



Dibujo de María Pan




14 de febrero de 2012

Lo que nadie podrá ver



Imagen de Robert Aichinger (Stock.xchng)


Una capa de quince centímetros de nieve impide que se escape el calor de la tierra. Cada pisada parece que arrugara un papel. Caminan en silencio y cuesta arriba. El viento porta alfileres de agua fina.

Hoy es un día especial: se puede ver el viento.

Planeando sobre ese mar de alfileres de agua fina, un esmerejón declina con una postposición su halcónica mirada. Son Jonás y Praix los que caminan en silencio y cuesta arriba hacia la cumbre de los Montes Perpetuos. 


Los ojos de los esmerejones son de color vino, vino profundo y negro, y en este momento se derraman sobre la copa emplumada de una pequeña presa, desconectándose de la visión de los dos amigos. Ya no hay nadie que pueda verlos subir hacia la cumbre. Nadie podrá contarnos su historia.

Claro que sí: el viento. Si fuera capaz de atravesar los pensamientos de Jonás nos diría que está agotado, que lucha continuamente por reemplazar su voz interior de abandono por su voz de supervivencia. Praix sin embargo en nada piensa, solo camina.

Praix ha estado mirando a través de los ojos del esmerejón, ha medido las distancias, visto desde el cielo los caminos, sentido el hambre de la rapaz y abandonado su cuerpo antes de que ésta se abalanzara sobre la pequeña bisbita que le sirvió de alimento. Praix no está cansado y ni siquiera tiene que luchar consigo mismo, porque Praix acaba de morir al abrigo de la blanca nieve. Acaba de matarlo todo lo que ha visto.

Jonás se gira. Emula una sonrisa de ánimo para su amigo. Praix se la devuelve. Todo lo que les rodea es blanco. Caminan en silencio y cuesta arriba. Hacia la cumbre de los Montes Perpetuos.

Pese a todo solo quieren caminar.
El mundo está en el camino. 

Sé fuerte, Jonás; le dice Praix a su amigo; y se desploma. 
El sol se posa sobre el estante del horizonte.


8 de febrero de 2012

La noche previa




Imagen de ELBRICH E (stock.xchng)


Anoche no pude conciliar el sueño. 
Mis pensamientos creían vivir en Abril, y así caían, mientras que mis ojos pedían las noches prontas de Diciembre.
Inquieto inquieto inquieto inquieto.


Tengo malas impresiones. 

¿Por qué tengo que ir a lugares tan fríos?
Praix no hace otra cosa que quitarle hierro al asunto, pero a mí me causa tanto dolor el silencio... 
Es un gasto inmenso de recursos, imagina tener que calentar tu cuerpo desnudo a tres grados bajo cero durante toda una noche. Eso es una barbaridad.

Pero he de hacerlo, he de caminar por esos fríos silencios. Y como dice Praix, aprender que todo lo que hace feo un silencio es, como en la música, la mala interpretación.

1 de febrero de 2012

De papel albal



Imagen de Leonardo Barbosa (Stock.XCHN)


Hoy parece que Dios ha envuelto el mundo en papel albal. Lo sé porque el cielo tiene el color mate del reverso de la lámina. Y no solo lo ha envuelto, creo que también lo ha metido en el congelador de los mundos porque hace un frío de dedos morados que se me está metiendo entre las todavía pequeñas arrugas de mi rostro. Arrugas que poco a poco se van haciendo más grandes.

Lo que más me gusta por la mañana es contemplar la cama deshecha, si eres paciente como las estatuas, bueno, no tanto, pero si eres un poco paciente, puedes escuchar la templada dicción del calor residual que dejan los cuerpos; también puedes ver los zigzagueos inducidos por el amor, por los sueños, por las pesadillas, por el insomnio. De ellos queda impreso en las sábanas su historial con caligráficas arrugas.

Por eso sé que las arrugas que bordean mis ojos se están haciendo más grandes. Se hacen inmensas con el llanto contenido y con la carcajada. Y como una cama bien hecha se quedan estiradas cuando me pongo serio o sin expresión. Así está el mundo en este momento, envuelto en una arrugada bola de papel albal; el mundo y tú, tú también. Te estoy imaginando. Y es que puedo contemplar la periferia de tus ojos sin que siquiera estés aquí. La piel de alrededor debió de arropar anoche tu mirada y hoy se te ha debido olvidar hacer la cama. No te preocupes, las arrugas son sutiles... ¿duermes acaso en sábanas de seda? Ya sé que no.

Tus arrugas me dicen que tuviste un sueño de aluminio y luna, de esos que tienen la luz difusa, esa luz que parece estar acompañada de niebla, ya sabes, la luz de los sueños. Me dicen que intentabas correr y correr porque tenías prisa por despertar. Así que dormiste poco. Eso se nota en aquella arruga con forma de uve invertida. Esa no, aquella, la que hicieron tus pies mientras corrías. Sí, lo sé, es una forma de hablar, ya sé que si hubieras corrido en la cama con solo dos zancadas habrías terminado en el suelo. Me refiero a tus sueños, a los arrugados, a los que cuando eras pequeña les dabas valor y ya han quedado caducos hasta para la memoria. Me refiero a esos sueños porque son lo que eres. Sobre ellos te despiertas todos los días, los miras con prisa o con la costumbre desatenta y entonces los sacudes, los estiras y les pones encima el edredón y la almohada bien colocada. Por último, le pasas las mano y alisas toda la superficie, no vaya a ser que quede alguna arruga.


25 de enero de 2012

Brumoso


Bide lainotsua duzu hemendik aurrera.


Obra de María Pan


Así debe de ser estar ciego en la mañana que sigue a un bello sueño. Así debe de ser eso de estar muerto.

Sólo me asomé al borde de la negrura pacífica de mi alma, puedes creerme.
Un vértigo de corto recorrido, semejante al trayecto de uno de los lados de un trapecio, me asoló por un segundo.
Si hubieras sentido tal destrucción en tan poco espacio de tiempo, habrías comprendido el insensato desastre que causa sentirse solo.
Sísifos escarabajos peloteros arrastrando esféricas de acero, algo así fue la sensación. Pero se terminó de pronto, no de repente, sino de pronto; y me dejó un sabor metálico cayendo por las encías y el caramelo amorfo de la inseguridad pegado a las muelas. Y a mi corazón lo descubrí tiritando como un cachorro empapado.

Ya lo he oído muchas veces, lo dicen a menudo por ahí, sobretodo cerca de donde ha sucedido una calamidad. Dicen: “Ha sido cosa de un segundo y...”
Ese es todo el tiempo necesario para voltear cualquier cosa porque ¿sabes? los sentimientos, las sensaciones e incluso los presagios no dejan de ser cosas, objetos que pululan alrededor nuestra ornamentando el ser. ¡Qué segundo más negro viví, querido Praix!

Hace tiempo que no nos vemos, ¿verdad?
Recuerdo que la última vez te hablé de la chica silenciosa, de Alhadira. Y hoy, ya ves, de mis oscuros miedos sin nombre. Con lo que jugamos tú y yo cuando pequeños por los caminos de Járiga, ¿te acuerdas?

-Claro que sí, Jonás, pero ¿tanto fue el vértigo que sentiste? -me preguntó Praix sin poder disimular su acento de Ílade.

-Tanto fue, amado Praix, tanto fue.

-¿Y no te has alegrado de sentir todo ese abismo?

-¿Alegrarme? Claro que no. No sé, Praix, quizá no supe llegar a ti con mis sensaciones.

-Sí que has llegado. Perfectamente. Si es tanto el abismo que me has hecho sentir es que debes caminar por firmes muy altos. Jonás, ven, dame un abrazo y caminemos juntos tierra adentro, hay días en los que es mejor no saber a qué altura se anda. Te quiero mucho.


9 de enero de 2012

Azul sin nombre



Blue Stucco By Robert Linder (Stock.xchng)


Corre como un ser de color azul.
Eso lo sabe porque se lo han dicho, nunca ha visto ninguno pero Madre le dice que se parece a uno de ellos.
Jadea.
Está descalza y corre.
Corre como las nubes cuando van lentas; nadie podrá alcanzarle.

Ella no quería que le pusieran ningún nombre.
Tenía por cierto que esa era la única forma de ser diferente al resto de los seres humanos.
Pero se lo pusieron.
Ahora no quiere darle más vueltas al asunto, ya es tarde.
Lo indispensable es seguir corriendo hasta que la ciudad cobre color.
Sin nombre corre.

Corre como un ser de color azul.
Corre porque le vienen siguiendo personas con armas.
Sin nombre se siente blanca como las nubes.
Jadea.
El mundo se desmorona, el suelo se vuelve de espuma.

Inmóvil en el suelo Sin nombre corre.
Madre no sabe como son ellos, porque Sin nombre parece carmesí.
Y carmesí es la sangre en la ciudad de color cobre.
Nadie puede darle alcance.